sábado, 18 de febrero de 2012

VI, 2. La naturaleza imita al arte


Hace un siglo —parecen dos—, la enésima vanguardia, formada esa vez por cubistas, creacionistas y otras especies, defendió que el poema no imita la realidad: la crea. Un somero examen dictaminará que tal postulado carece tanto de lirismo como el de los aristotélicos. Busquemos entonces una afirmación poética (en griego, ‘creadora’) sobre las relaciones entre realidad y arte, entre vida y verbo, en el adagio de Oscar Wilde: Nature imitates Art. Sólo un cínico —esto es, un racionalista con ingenio— podía haberlo formulado.
Otro cínico, el jesuita Gracián, sabía —«donde no media el artificio, toda se pervierte la naturaleza» (El Criticón, crisi I)— que sólo el arte evita la degeneración de lo natural, ese conjunto de materia sujeta a la Segunda Ley de la Termodinámica… o tal vez —si es que no fueran lo mismo— a las Leyes de Murphy. Se podrían allegar ciertos ejemplos, y ejemplos ciertos, de que la naturaleza dispone de un sentido escultórico. ¿No es eso lo que se aprecia en las milenarias configuraciones estalactíticas de las grutas o en las arbitrariedades pétreas de la Ciudad encantada de Cuenca, a la que Lorca dedica uno de sus espléndidos Sonetos del amor oscuro?: «¿Te gustó la ciudad que gota a gota / labró el agua en el centro de los pinos?».
Iré, en esta serie de Literaventuras, trayendo otros casos para comprobar que hay naturalezas y biografías que copian a la literatura. El Libro de la doncella Teodor, inspirándose en la cornice de Las mil y una noches, refiere el examen a que varios sabios sometieron a la protagonista: una mujer salió airosa de la prueba. Lo que debió de resultar revolucionario, aun en un texto: era del siglo XIII. También una situación semejante vivió Lázaro de Tormes, un marginado, en la Segunda parte anónima de 1555. La literatura iba poniendo las cosas en su sitio. La inteligencia, patrimonio no sólo de altos varones, sino de la humanidad entera, se revelaba magnífica y clara en los personajes de Teodora y Lázaro.
Pues bien: sor Juana Inés de la Cruz sería expuesta, en la corte mexicana del XVII, a idéntica experiencia, incorporada por un lejano texto medieval que era traducción de traducciones árabes que rescataban remotos originales hindúes; repetida luego por otro del XVI, y vivida históricamente por una mujer de carne y hueso en el ámbito virreinal de la Nueva España.

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