miércoles, 1 de febrero de 2012

III, 3. Audiovisuales del siglo XIII

Todos los defectos, los lastres, las taras de nuestra cultureta viciada, acomplejada, olvidadiza, ignorante, concurren con frecuencia en la Pedagogía, que en demasiadas ocasiones  asume esa suerte de modernidad del conocimiento que implica un naufragio en su nadeidad. Signo quizá de los tiempos.
Del curso que padecí durante 1986 —creo que lo llamaban CAP, porque todo el mundo sabe que las siglas dan razón de cientificidad— en el ampulosamente denominado Instituto de Ciencias de la Educación, sólo me quedó claro que la Pedagogía pretende corregir el pasado, innovando ficticiamente o descubriendo lo descubierto. Proyectándose también en apasionantes porvenires: aquellos tiempos inexistentes diseñados por unas técnicas vacías de contenidos, superficiales, en virtud de las cuales un alumno (con perdón) enseña al profesor (lo siento) que los clásicos son fósiles; que lo libresco no es otra forma de experiencia, y quizá la más plena; que lo que cuenta es una serie deslavazada de preceptos para moverse por el hacer, el azar y el mercado (o para que estos muevan a todos los así desorientados); que la provincia es el mundo, y que la vida es el vídeo.
No achacaré a los pedagogos lo que es vicio de la sociedad entera. Seguro que, en la mayor parte de los casos, les mueve la buena voluntad; pero ya se sabe que esta, así como no hace buena literatura, tampoco es base de la sabiduría ni antídoto contra las píldoras de la mediocridad. Y la Pedagogía, además, abusa del violetismo y del olvido, voluntario o ignorante. Nos ha vendido, como revolucionarios, hallazgos de sus modernísimas metodologías ultimadas, procedimientos didácticos que ya practicaban centurias ha gentes que no presumían de saber enseñar. Que enseñaban. Procedimientos que nos ha legado —mira por dónde— la literatura clásica.
Recordaré muestras de enseñanza actual, es decir, procedentes de los siglos pasados. En píldoras, claro: seamos coherentes con nuestra Pedagogía. En el anónimo Sendebar, que el infante don Fadrique, hijo de Fernando III, mandó traducir del árabe en 1253, Cendubete se dispone a enseñar al hijo del rey… con métodos audiovisuales. Leamos un fragmento del «Día primero»:

Cendubete tomó al joven de la mano y se fue para su posada. Mandó hacer un grande y hermoso palacio de bellísima apariencia, y escribió por las paredes todas las ciencias que debía enseñar y el joven aprender: todas las estrellas, todas las figuras, y, en fin, todas las cosas.[1]

Y el maestro —entonces se le reconocía como tal, e incluso se le reconocía— indica a renglón seguido al joven príncipe, su discípulo —que también los había, y sin complejos—, que se concentre en la enseñanza, visual y auditiva: «Limpia tu corazón de toda perturbación, aviva tu ingenio, vista y oído».
Esto sí es un proyecto docente.

[1] Anónimo, Sendebar, ed. J. Fradejas Lebrero, Madrid, Editora Nacional, 1981, p. 48.

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