lunes, 6 de febrero de 2012

III, 4. Un ADN derrochón

Ahora en medio de la Segunda Gran Depresión. El caso es seguir con la queja habitual: «Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades». La irracionalidad de la dirección política que en 1898 empujó al almirante Cervera al desastre, y según la cual —en frase anterior de otro marino decimonónico— «más vale honra sin barcos, que barcos sin honra», dio con la flota española en el fondo del mar caribeño. Esta estulticia demagógica se mantiene hoy en sus trece: «Más vale honra sin aviones, que aviones sin honra». Entiéndase aquí honra como ‘explotación de los bajos instintos del votante’: enseguida veremos la geografía española poblada de aeropuertos tan fastuosos como improductivos (El País, 1-5-2011). Ad maiorem gloriam de esas dos lamentables Españas que el ingenio unamuniano —otro derroche— apellidó de hunos y otros.
¿De dónde viene la atracción fatal española por tamaño dispendio de la hacienda? Si los casos se multiplicaran desde la Edad Media hasta hoy, habría que pensar que de un ADN cultural específico. En su búsqueda, el lapidario toledano Melchor de Santa Cruz pudiera ofrecer algunas respuestas. Abramos su Floresta española de apotegmas (1574), una colección de microrrelatos, históricos y ficticios, que conoció gran éxito en la Europa de la época, con traducciones al francés, inglés, italiano y alemán. Cervantes, entre otros muchos, figuró entre los lectores de alguna de sus 28 ediciones.
Acaba de censurar el arzobispo de Granada nuestra «mentalidad de pueblo subsidiado», que padece la «enfermedad social» de que todo el mundo aspira a ser funcionario (El Mundo, 6-2-2012). Ya diré en su momento algo sobre esto último, pero por ahora baste con recordar cómo las raíces de ese comportamiento se encuentran en la caridad cristiana, que durante los dos últimos siglos ha ido siendo readaptada por el caciquismo decimonónico, el colectivismo social-comunista, el autarquismo franco-falangista y el solidarismo oenegé.
Múltiples son los apotegmas recopilados por Santa Cruz que tratan sobre el habitual dispendio español, lo que los hace recurrentes y por tanto relevantes en su Floresta. Revisemos algunos, por extraer conclusiones para la actualidad. Se supone que el mandato de esa caridad que acabo de mencionar es el respetado por cierto «canónigo» toledano, cuya pieza o habitación estaba «sin tapicería». Un caballero que lo visitaba durante las Navidades le preguntó «que por qué en tiempo de tanto frío tenía sus piezas tan desabrigadas». El clérigo señaló «a dos pobres que estaban allí» y respondió: «Más quiero vestir a estos que no a estas»[1]. Pero Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo desde 1446 hasta 1482, año de su muerte, adaptó la caridad cristiana hacia esa deriva de «enfermedad social» que ahora diagnostica su ilustre colega, nuestro actual arzobispo de Granada.
«Un contador» (o contable) de Carrillo le avisó de que su amplia nómina de criados hacía «tan grande el gasto», que su «renta» no podía soportarlo. Así que sacó la tijera de los recortes de personal y preparó «un memorial» o informe (o como dicen algunos cursis hoy, un memo), con dos listas: los servidores «necesarios» y los que debían ser despedidos. El arzobispo procuró recibir «el memorial delante de los más de sus criados, y leyéndole, dijo: “Estos queden, porque yo los he menester; y esotros, porque ellos me han menester a mí”» (Floresta, núm. 23, p. 135).
La cínica respuesta de Carrillo le haría quedar bien con el «pueblo subsidiado», que, en virtud de un cobarde abuso de autoridad del arzobispo, presenció la escena. Sin importar que fuera a costa de echar a su contador a los pies de los caballos y de poner en peligro de quiebra a una hacienda que él, como dirigente irresponsable, seguro que consideraría suya.

[1] M. de Santa Cruz, Floresta española, ed. M. Cabañas, Madrid, Cátedra, 1996, p. 149 (núm. 47).

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