Con
música o sin ella; con precisión o a lo conciso. Decíamos
ayer
que el silencio de la cuartilla en blanco es espacio virginal en que la
escritura batalla de modo muy distinto con la táctica marcada o con la neutra. La
página
2 del manuscrito tejano de Cien años de soledad testifica que el fundador de Macondo fue
llamado allí José Buendía.
García Márquez lo corrigió luego a mano, tachando José y añadiendo José Arcadio,
de acuerdo con lo mecanografiado en la página 3. El paso revisor de ésta a la
anterior muestra que la táctica marcada había hallado un modo de poetizar el
nombre del personaje: el remonte a la Arcadia,
lugar plácido y mítico no sujeto a los azares del tiempo. Esta conquista del
nombre exacto evidencia de nuevo, por lo demás, que la precisión requiere
apropiarse de una mayor cantidad de espacio: restringir (alargándolo) el infinito y por tanto difuso
José con el adjunto Arcadio, revela la clave simbólica del
paraíso arcádico que fue el Macondo aislado, «peninsular» o isleño, «rodeado de
agua por todas partes» (85).
El
vínculo Macondo-Arcadia resulta estratégico para vencer la resistencia de esta
primera sección de la novela en ciernes a ser dicha u ocupada. Es que la
memoria del autor constituye la segunda estrategia de apropiación del espacio
en la escritura. Se despliega, como la idiomática, en dos modos generales: el
histórico-biográfico y el intertextual. García Márquez vincula ambos en un
trecho de Vivir para contarla: a sus
trece o catorce años, había ya contraído el cervantino «vicio de leer lo que me
cayera en las manos», al que dedicaba «mi tiempo libre y casi todo el de las
clases» en el colegio jesuita de San José, en Barranquilla. Esta letra que no
entraba con sangre, sino por ferviente necesidad de lectura, se imprimió en su
memoria: «Podía recitar poemas completos del repertorio popular […] en
Colombia, y los más hermosos del Siglo de Oro y el romanticismo españoles». Así
injertada en su ADN cultural, la lectura asimilada formó parte de su discurso
cotidiano:
Estos
conocimientos extemporáneos a mi edad exasperaban a los maestros, pues cada vez
que me hacían en clase alguna pregunta mortal les contestaba con una cita
literaria o alguna idea libresca que ellos no estaban en condiciones de
evaluar. […] Nunca tuve que forzar la memoria, pues los poemas y algunos trozos
de buena prosa clásica se me quedaban grabados en tres o cuatro relecturas. (Vivir para contarla, p. 192)
De
ahí, a la escritura. Quien compondrá —muchos años después, ante las cuartillas aún
en blanco de Cien años de soledad—
una prodigiosa prosa musical, había, «desde mis comienzos en el colegio», adquirido «fama de poeta»,
primero
por la facilidad con que me aprendía de memoria y recitaba a voz en cuello los
poemas de clásicos y románticos españoles de los libros de texto, y después por
las sátiras en versos rimados que dedicaba a mis compañeros de clase en la
revista del colegio. (Vivir para contarla,
p. 191)
Uno
de esos clásicos áureos predilectos
fue fray Luis, cuyos textos sabía el niño de carrerilla: «mi primer examen oral
lo aprobé sin oposición cuando recité como agua corriente a fray Luis de León […].
El tribunal quedó tan complacido que se olvidó también de la aritmética y de la
historia patria» (Vivir para contarla,
p. 190). Tiremos pues del hilo pendiente en el post anterior, que vinculaba «un huerto bien plantado» en la casa
de los Buendía con el «por mi mano plantado tengo un huerto» (v. 42) de la oda
I de Luis de León. Así exploraremos el espacio que en la sección inicial de Cien años ayudaría ese poema, con su logística, a ocupar.
La
«Oda a la vida retirada» metrifica el paradigma estoico del vir iustus: el hombre justo que,
empeñado sólo en alcanzar el autoconocimiento, apenas precisa sino de un huerto
como único sustento y resto del mundo exterior. Todo lo más, según dirá después
Quevedo, admitirá la compañía de «pocos pero doctos libros juntos». Brinde
ahora la orientación en el espacio de Cien años de soledad la brújula de esas liras luisianas. Su
conocidísimo inicio resuena en nuestras memorias como en la de García
Márquez:
¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal rüido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido! (vv. 1-5)
José
Arcadio Buendía, huyendo del
remordimiento por su crimen —según sabremos por la segunda sección de Cien años—, transitó durante veintiséis
meses por escondida senda, a través
de «la sierra buscando una salida al mar» (82), y fundó Macondo, «aldea de
veinte casas de barro» (71) y de descansada
vida: «aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie
había muerto» (80). Y tan alejada del
mundanal ruido que «el viaje a la capital era poco menos que imposible»
(74). Hasta Macondo llegaban cada marzo los gitanos, que «navegaban seis meses
por esa ruta» escondida «antes de
alcanzar el cinturón de tierra firme» (82), trayendo las novedades de los pocos sabios que en el mundo han sido:
«los sabios alquimistas de Macedonia» (71) y «los judíos de Amsterdam» (72) y
«los sabios de Memphis» (88). Y el gitano Melquíades, cuyos «conocimientos»
«habían llegado a extremos intolerables» (79).
Fascinado
por los imanes, las brújulas y los catalejos de aquellas mentes maravillosas, José Arcadio Buendía cambió su carácter y,
siguiendo a su manera el mandato estoico de hallar la virtud o verdad, inició
la búsqueda del conocimiento. Particular siempre. Provistos él y sus hombres
con «herramientas de desmonte», bajaron por «la pedregosa ribera del río» para
explorar los alrededores de Macondo y «penetraron al bosque por un sendero de
naranjos silvestres» (82), «paraíso de humedad y silencio» —monte, fuente, río— tras el que
hallaron el secreto de «un enorme
galeón español», en cuyo interior había germinado, ¡oh secreto seguro deleitoso!, «un apretado bosque de flores» (83):
¡Oh
monte, oh fuente, oh río!
¡Oh
secreto seguro deleitoso!, (vv. 21-22)
Nadie supo «cómo había podido adentrarse […] en
tierra firme» aquella «nave» (85), pero bien sería por aquel renegar de la codicia que los estoicos cifraron en su rechazo del comercio marítimo, que persigue el
«tesoro» a bordo de «un falso leño» (oda I, vv. 61-70). Del mar, pues, hay que huir,
tal que en la imagen de la vida como tormentosa navegación que nuclea el roto navío de la oda de fray Luis:
roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso. (vv. 23-25)
A
Macondo pudiera haber vuelto la expedición Buendía del modo en que los gitanos descubrieron
la aldea, «orientándose por el canto de los pájaros» que la poblaban, pues José
Arcadio la había llenado «de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos»: «El concierto
de tantos pájaros distintos llegó a ser […] aturdidor» (80-81), según la plantilla
de ocupación de espacio textual que brindaba la «Oda a la vida retirada»:
«Despiértenme las aves / con su cantar sabroso no aprendido» (vv. 31-32). Será
en ese ámbito y en su casa con «huerto bien plantado», donde Buendía se
desprenda de «tres piezas de dinero colonial» para adquirir la lupa con que
darse «por entero a sus experimentos tácticos» (73); donde pase «largos meses
de lluvia» enfrascado en el manuscrito de Melquíades que sintetizaba «los
estudios del monje Hermann» y, abstraído de su familia y dejando «por completo
sus obligaciones domésticas», escudriñe los secretos «del astrolabio, la
brújula y el sextante» (74); y donde, absorto en el «laboratorio» alquímico
regalado por el gitano, desperdicie «treinta doblones» (78) del «cofre de
monedas de oro» atesoradas por el padre de Úrsula Iguarán (73), que acabaron en
«chicharrón carbonizado» (78). José Arcadio Buendía, «encerrado en un cuartito»,
solo y despreciando el dinero, cumplía así punto por punto con el programa de
la vida retirada del hombre justo, «que del oro y del cetro pone olvido» (v.
60):
Vivir
quiero conmigo;
gozar
quiero del bien que debo al cielo,
a
solas, sin testigo,
libre
de amor, de celo,
de
odio, de esperanzas, de recelo. (vv. 36-40)
Mientras
su memoria prodigiosa orientaba el trazo de los renglones de Cien años de soledad, el estudiante despreocupado del programa programa programa y espléndido lector que fue Gabriel García Márquez pudiera, sí, haber
seguido recitando a fray Luis.
«Como
agua corriente»[1].
[1] Síntesis del motivo estoico de la vida
retirada ofrece A. Rey, «Vida
retirada y reflexión sobre la muerte en ocho sonetos de Quevedo»,
La Perinola, 1 (1997), pp. 189-211,
que antologa y comenta esos poemas quevedianos, entre ellos el que aludo,
«Retirado en la paz de estos desiertos…». Cito el de fray Luis,
modernizando grafías, por sus Poesías
completas, ed. C. Cuevas, Madrid, Castalia, 2000, pp. 87-92; y Cien años de soledad y Vivir para contarla, por las ediciones que
ya mencioné.
Gracias por esta nueva aventura. Siempre es un placer leerte, Gaspar.
ResponderEliminarMuchas gracias por leer estas, que diría fray Luis, obrecillas que se me cayeron como de entre las manos. Un abrazo, Diego.
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