El Ecce Homo de García Martínez fue el «resultado de dos horas de devoción a la Virgen de la Misericordia». Pudieran estas palabras haber brotado, si no en trance de reflexión vivenciada en oscuro confesionario, en un acceso de confesión pública. En todo caso, se sabe que selladas fueron, y sobre pared sacra, por el renombrado pintor. Un grafiti más del aerosol de don Elías.
Desde la atalaya que alzan estos los penúltimos capítulos del arte occidental, entenderíase que aquel señor de Requena quiso quizá con ellas solicitar el perdón para su pincel profesoral o repetitivo. Pincel, pues, menos movido por un ictus de misericordia divina que milimétricamente atento a un óleo de Guido Reni y a un grabado de William Trench, según el dicharachero Boletín Informativo, 129-130 (2010) del Centro de Estudios Borjanos. Erudita papela que, dicho sea de paso, con su «lío de arcángeles» y trimestres tampoco quedara exenta —como todo en esta verdadera y fantástica historia— de eso que los poetas llaman creativas erratas.
Aquellas quizá palabras de confesión del señor de Requena yacen o yacían, escritas para siempre (otra manía de artista, tan ajena a las transformaciones que brinda la vida y perpetran los demás mortales) por el propio García Martínez bajo ese fresco de su Ecce Homo. Obra de éxtasis imitativo y mística exprés. Que dejó, a las mismas afueras de Borja, según se sale, mire usté, en el Santuario de Nuestra Señora de la Misericordia, provincia de Zaragoza.
El tiempo, con su paso lastimoso; la humedad, que en su lujuria es que no respeta ni tintas ni paredes ni papeles, y —como en tantísimas, retiradas y mal iluminadas iglesias de pueblo— la incuria de los curas, que no están para mariconadas de bohemios ni bobadas de este mundo, fueron conjurándose para estropear el fresco, o fresquito, del señor de Requena. Fiel a su finalidad contrarreformista de impresionar y acongojar parroquianos, el Ecce Homo, muestra tardía y a contramano del estilo que los sesudos librotes denominan manierismo, acabó desconchado. «Hecho mismamente un cristo, mire usté». Una vía láctea de pladur bendito iba expandiéndose por la figura, a medida que se contraían su cabello, su barba y su saya. Si no microcósmico cinexín a cámara lenta de los espasmos del Universo, o Creación, al menos en trance estaba el Ecce Homo de don García de sumarse a la colección de cromos parapsicológicos o agrarios de las caras de Bélmez.
Para más inri —expresión convengamos que nada traída aquí por los pelos— el fresco de don Elías ni siquiera figuraba en los catálogos consejeriles y funcionariales del Reino autonómico de Aragón. Es que nadie reparaba (en) aquella pintura borjana o borjiana. Sus únicos fugaces espectadores, algunos escasos ancianos peripatéticos que, guiados por el GPS de las paredes de la parroquia de la Misericordia, arrastraban al caer la tarde sus males, sus memorias, sus misales…
En esto que se presentó, gracias a Dios y también con unas prisas en camino de «la más completa abstracción», Cecilia Giménez o —según otras doctas fuentes, como El Faro de Vigo— García. Siglo llegará en que los académicos de Argamasilla confirmen que se apellidaba, qué sé yo, Quesada o Quijano.
En la bolsa de caridad de Cecilia, y recién comprados en la droguería, rígida brocha, ideal para urgencias ascéticas, titanlux y una esponjita.
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