De Elías García Martínez dicen que una vez se subastó en la capital del Principado autonómico de Cataluña una tormentosa obra suya, Pescadores (1891), con el atractivo precio de salida de 120 euracos del ala. Emprendida tal tarea de divulgación y rescate, el Centro de Estudios Borjanos fue agraciado con la donación de Virgen de los Dolores (1933), otro lienzo del «destacado pintor». Con alborozo comedido se anunciaba en un post del 6 de agosto. Año de Nuestro Señor del 2012.
Justo un día después, el mismo blog ponía el grito de Munch en el cielo con «Un hecho incalificable», crónica que no dejaba muy claro qué coños estaba pasando. Invocaba, eso sí, para que investigaran el sucedido, a «las autoridades competentes», que ya es tener fe. Ante la insistencia académica, desde una concejalía de guardia se dio aviso a la Unidad Militar de Emergencias, que, abrumada con tanto sujeto socialmente prescindible echado al monte de prender, delegó en el detective Plinio. De Tomelloso. Como el hombre estaba jubilado y no gustaba de bailar «Los pajaritos» de María Jesús en Benidorm del Imserso, el 21 de agosto arribó a Borja. Con una discreción que enseguida se comprobó inútil.
Es que horas antes había rebotado el grito bloguero en El Heraldo de Aragón. No solo en la versión de papel, reservada ya para papiroflexias y nuevas comarcales. No: tenían que plantar el notición en la Red. Tuiteros del mundo que impide guardar secretos y usuarios del Libro Enrostrado hicieron el resto. De parte de la Embajada del Ecuador ante Su Graciosa Majestad se hizo saber que Julian Assange no estaba aún de por medio. Los sabios y prudentes consejos del picapleitos Garzón serían.
Enseguida fue Plinio de Tomelloso atando cabos. Perspicaz inspección ocular de la escena del desaguisado y hábiles interrogatorios a los irresponsables del caso, lo resolvieron pronto, «que aquí nos conocemos todos, mire usté». Ayudaron, eso también, las pistas de Pármeno y las ruedas de Prensa concedidas por Cecilia Quesada o Giménez, que a espectadores ávidos de información objetiva, contrastada y veraz, ofreció tupida y embrollada red de televisiones locales, comarcales, autonómicas y nacionales. A la cosa del esclarecer contribuyó no menos su poquitín de «colaborar» «con todos los implicados» que confesaba el erudito Centro de Estudios en posterior post del 22 de agosto. Allí ponía la ilustre congregación los puntos sobre las íes, que a su manera fue lo que hubo pretendido Cecilia con el ya famoso, por extinto, fresco.
Don Plinio cerraba las conclusiones de su informe. Que incluía un esquema de los apuntes confiscados en la peluquería, cumplido esfuerzo bibliográfico que consultarían los sufridos restauradores profesionales para conocer las pócimas y ungüentos aplicados sobre el nada original fresco original. Recomendaba asimismo el detective extremar en estío la supervisión de las labores de los becarios, quienes, según redactó, «usufructúan por dos duros y un certificado el trabajo a los ya licenciados, a la espera de que los siguientes estudiantes en prácticas se lo quiten a ellos, en un proceso de progresivo rebajamiento de los costes salariales que las empresas valoran lo suyo, y en consecuencia siguen demandando, porque es que en la Universidad no se aprende nada útil».
Venía en El País, y en consecuencia sería verdad, que una de Estados Unidos ya se disponía a «analizar este fenómeno desde el punto de vista sociológico». Con el tiempo, que es que no para, especialistas de las cosas descubrirían aspectos aún más sorprendentes. Inspirándose en el pergamino gris y cursi que don Elías había perpetrado en la parte superior de su fresco, como cuidado fondo ornamental, «mire usté», la intuitiva y artística Cecilia se había sacado de la manga un brazo manco para el Ecce Homo. Convocaba así el recuerdo, según dictámenes de los que saben de esto, del brazo incorrupto de santa Teresa, lo cual que reforzaba el significado místico en la transverberación de la pared; ítem más, remitía la brocha cecilesca a los dos mancos más famosos de la ficción española: Cervantes, que no paró de deconstruir la literatura que había recibido, y Valle Inclán, por cuyo callejón del Gato pasaron esperpentos semejantes al de esta historia, tan verídica como extraordinaria.
En puertas se hallaba, hala pues, Cecilia Quijano o García, de otra nueva Domus Dei: la de su canonización internacional en la Historia del arte. Los sumos sacerdotes y santones surrealistas pontificaron lo suyo para pintarrajear como niños por una pastizara. Pero les faltó un templo en que congregar. Ahora, la iglesia de la Misericordia de Borja se alzaba como Catedral de las Vanguardias, elegida por el destino para cobijar la Capilla de las Reinvenciones. Tras cancelar sus entradas para el Prado, el Louvre o el British, esas antiguallas, acuciados romeros y peregrinos ni-ni llenaban aquel lugar de nuevo culto. No lo hubieran previsto ni siquiera Derrida y sus acólitos paliza, que dieron la vara a base de bien con la deconstrucción, al final reducida a procedimiento gastronómico estrella de El Bulli y los postmodernos restauradores.
Labor que todo el mundo sabía quedaba ya solo reservada a los cocineros.
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