Solemos imaginar alado al Espíritu que invocara Valéry. Todavía más: encarnado, si santo, en una paloma. Que de vez en cuando revolotea, latino, sobre las cabezas de sabios varones congregados. Pero, ¿y si el Espíritu unificador tomara forma de otra ave? Como el aleteo de una de ellas se repiten, abriendo un viejo canto popular griego del siglo VI a. C., un verbo de movimiento y un adjetivo:
Llegó, llegó la golondrina,
que nos trae bellos tiempos,
y nos trae bellos años;
por el vientre blanca,
y por el lomo negra.
De inmediato, como en un chispazo eléctrico, evocada la temporalidad. Pues que el pájaro en cuestión parece ligado sin remedio a un concreto período anual, del agrado del Poeta, de todos los poetas, individuales o tradicionales, buenos y malos, creadores y rimadores: «que nos trae bellos tiempos, / y nos trae bellos años». El adjetivo, destacado por la estructura paralelística, alude a una consideración sumamente positiva de la estación que la golondrina anuncia.
Es, por qué no decirlo, la primavera.
Esta «Canción de la golondrina», coleccionada en la Antología de la poesía lírica griega (Siglos VII-IV a. C.) que compiló Carlos García Gual, podría ahora ser testimonio de una de esas repeticiones con que se reconstruye la historia del Espíritu expresándose.
Tras la somera descripción del ave («por el vientre blanca…»), de una poeticidad extraordinaria, alumbrada por sola la concisión («y por el lomo negra»), el poema salta con rapidez, aladamente, de la tercera persona del singular a la segunda. El canto atañe ahora directamente al Receptor. A esos receptores que todo texto y toda partitura requieren para ser existidos, encarnados, interpretados:
Tarta de fruta tú saca
de tu casa tan rica,
y un vasillo de vino
y un cestillo de queso.
Tampoco el pan de trigo
y el de yema de huevo
la golondrina rechaza. ¿Nos vamos o lo tomamos?
Este oyente debe ofrendar —como si de un rito se tratara— presentes al recién llegado, a la golondrina que canta con voz demasiado humana, y que sin duda aspira a volver cenado a su casa. Se adivina, quizá, una fiesta popular de primavera; festejo en que las gentes, disfrazadas, irían de puerta en puerta, dando la serenata. Parece confirmarlo la primera persona del plural, en el nuevo cambio que experimenta la canción:
A ver si das algo. Si no, no lo consentiremos.
Nos llevaremos la puerta o el dintel,
o a tu mujer que está sentada dentro.
Chica es, bien nos la llevaremos.
Bueno, si traes algo, tráelo grande.
Abre, abre la puerta a la golondrina.
Que no somos viejos, sólo chiquillos.
El tono del cantor, al fin desvelado como colectivo, se torna amenazador: si no hay presentes, los golondrinas —en ese final sorpresivo y revelador del último verso—, avispados, como buitres sustraerán algo al mosqueado dueño de la casa.
Toda ceremonia exige cumplir el rito. Ofrendar a los mensajeros de la primavera, de los bellos tiempos, es una manera de evitar la desgracia: perder la puerta, el dintel, la casa, o perder a la esposa. Esa mujer que, por pequeña, es más transportable y —lo sabrá Juan Ruiz— deseable. Tras amedrentar al sufrido casero, los que rondan solicitan el allanamiento y un buen regalo. Y se desenmascaran. La fiesta parece infantil: «no somos viejos, sólo chiquillos». No era tan fiera la golondrina... O sí: en las pelis de terror no pueden faltar niños y casas solitarias. Estos golondrinas lo mismo fueran gremlins disfrazados.
El último estertor del poema contrapone infancia y vejez, los dos polos de una tensión temporal que latiendo está en el texto. Por un lado, las golondrinas anuncian el buen tiempo, la primavera, la juventud. La regeneración de la poderosa naturaleza. Como recordó Xavier Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios, las palabras naturaleza y juventud se hermanan en una misma y remota raíz indoeuropea. Por el lado opuesto, la partida de las golondrinas, si contrariadas, conllevará la ausencia y la desgracia, conceptos asociados, en lenguaje poético —por decirlo como en un crucigrama—, a los de muerte, frío, oscuridad... El puñetero invierno.
Del calor de la juventud al frío de la vejez, de la vida a la muerte, de la primavera al invierno, una sola senda es recorrida por el poema. Trastorno tal temporal, sentido y sufrido por la mente humana en toda época y circunstancia, subyace en este antiguo poema griego, hijo de autor colectivo. Del Espíritu, que diría Valéry en tiempos en que a la mente se la llamaba alma. Era cuando el Espíritu Santo inspiraba, alado como paloma, a los cardenales. Aunque, si bien se mira, nunca habían coincidido Dios y el Papa tan entrañablemente.
Desde ayer, y por vez primera en la Historia o Providencia, ambos son del mismo país.
Y en Méjico igual se encarnaron en Pelusa, que en Wembley en Pulga. Hablaban español de Cervantes.
ResponderEliminarLa poesía siempre hace volver, llegar o venir a la golondrina en primavera y "No hay tiempo que perder/Ya viene la golondrina monotémpora", además viene "gondoleando" y confundiendo en una larga letanía( Ya viene viene la golontrina/Ya viene viene la golonfina...) según Vicente Huidobro en su Canto IV de Altazor.
ResponderEliminarTambién podemos figurarla Espíritu y Santo, como afirmas con tu habitual agudeza. Cuenta una leyenda que un bando de golondrinas arrancaron con sus picos las espinas de la corona que soportaba Jesús crucificado. Unamuno, en su línea agónica, nos dice que eran "las mismas que al Señor, de la corona/ espinas le quitaron al azar". Pienso que un Espíritu encarnado en esa avecilla podría aliviar las previsibles penalidades que sufrirá el Papa porteño y que no aguantó su germano antecesor. Remito esta sugerencia a los Doctores que tenga la Iglesia.
Lo que es habitual es tu formidable erudición, José María. Echaré un vistazo a las referencias que traes aquí.
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