Esta iba a ser, se avisó, una ligera revisión de una particular parcela de la Historia del Espíritu hecha poesía, con resonancia de ecos de Goethe y Valéry. Desde el remoto siglo VI a. C., ese Espíritu nos lleva, por entre vuelos de textos y golondrinas, a otros amanuenses, en terminología borgesiana. La golondrina blanca y negra ha estado viniendo cada año, durante dos mil setecientos de poesía (muchos más, si empezamos la cuenta en el Gilgamesh), para anunciar la perfumada primavera.
Y nosotros, que fuimos y somos y seremos, contemplamos la cíclica llegada de la golondrina con su rito de dones y de nidos. Y, luego, su partida, robándole el ansia y la luz al estío. Y hemos ido repasando sospechas (no volverán...) y reposando alegrías cada vez que retornaba el animalito. En una tradición popular y poética, musical y delicada, misteriosa y apesadumbrada. La hemos cantado en griego, en el latín fracturado del desvanecido Imperio, en otras cien lenguas... Pero si idiomas hubo que dejaron de hablarse, si los emperadores perdieron su omnímodo mando y sus cetros, las golondrinas continúan yendo y viniendo, contra el tiempo, la muerte y la fortuna, como los versos —partitura del Espíritu— siguen haciendo vibrar, en ritmo milenario, las alas de las golondrinas aprehendidas entre sus sílabas.
Lo dejó dicho Rubén Darío en Los cisnes —signo poético cuya historia contemporánea fue bosquejada por Pedro Salinas en Literatura española. Siglo XX—, al mentar a la otra ave que igual ha revoloteado por estos posts:
Los mismos ruiseñores cantan los mismos trinos,
y en diferentes lenguas es la misma canción.
En Cantos de vida y esperanza (1905), donde tales versos, Rubén empleó el cisne como signo (y, con Ortega, como imagen del signo de interrogación); cantó a los ruiseñores y a la primavera, a la que llamaba «¡Divina Estación!» (Por el influjo de la primavera), y empleó un tono becqueriano y golondrinesco, de ir y no volver, en el estribillo de Canción de otoño en primavera: «Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver!», cuya primera parte se lexicalizó en el habla coloquial y es otro caso del influjo del arte sobre la naturaleza. La literaturización de la vida.
La misma nostalgia de siempre: tras de la aspiración a eternas primavera y juventud, la expiración de ambas. Pueblos y poetas han cantado, porque han sufrido, la misma ansia y la misma melancolía que el pueblo y los poetas griegos cantaron hace siglos. Como además en España —si hemos de creer a Larra, que no sé yo…— el pueblo es poeta, la fusión de lo culto y lo popular en torno a ese padecer agridulce es más evidente. Antonio Machado, tan hijo del relevante folklorista Machado y Álvarez como último poeta romántico del siglo XIX, heredero de Larras y Bécqueres, hará pronunciar a su heterónimo Juan de Mairena: «Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo». (Casi no hay sintagmas más románticos que esta parejita de la verdadera poesía y el pueblo.)
También Gustavo Adolfo Bécquer pensaba que el pueblo era poeta y que la verdadera poesía era cosa de muchos en colectividad. El inconfundible ritmo popular es ostensible en sus poemas: «¿Qué les falta a muchas rimas de Bécquer para ser verdaderas coplas?», se pregunta Cansinos (La copla andaluza, I) antes, claro, de responderse él solito: «una copla un poco instrumentada nada más, eran también las rimas de Bécquer». A propósito del libro La Soledad, de su amigo Augusto Ferrán y Fornés, comentó Bécquer: «El pueblo ha sido, y será siempre, el gran poeta de todas las edades y de todas las naciones». Como quiera que el marxismo es otro producto del Romanticismo, un crítico marxista no reconvertido tras la caída del Muro de Berlín que reflexionara sobre estos asuntos, diría que el Espíritu de que vengo hablando no es el Santo, sino el del Proletariado que encarna en la Vanguardia de la Historia.
Dejémonos, empero, de teologías, y vayamos a los poemas cultos del romántico sevillano, en que —lo diré con frase digna de la crítica decimonónica (esa que viniendo del siglo XIX volvió a finales del XX)— resuenan los ecos de la tonadilla popular y crece el hálito de lo humano insondable.
Pues, señor, a lo que iba. Que don Gustavo, como todo hijodalgo o hijo de vecino ha oído —e incluso leído— alguna vez, también se preocupó del bichito alado y heraldo de la primavera, según dictan las dos estrofas iniciales de la rima LIII:
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón los nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
¡ésas no volverán!
Sintoniza aquí Bécquer con ese espíritu de nostalgia y sospecha que llevo siglos analizando. Sobre el encuadrador esquema sintáctico Volverán ... pero no volverán, que se correspondería con el vuelo migratorio y de retorno de las golondrinas, se alza el sentido general del texto: la golondrina, oscura como la esperanza —donde el poeta, como Machado sobre la tarde, entinta de su yo a la naturaleza—, es el heraldo de su amor primaveral. Un amor que en el pasado (el deíctico de ausencia aquellas), in illo tempore, en la juventud perdida, fue dichoso; dicha que el poeta desea que se repita (otra vez), en búsqueda afanosa de permanencia; pero ya no es posible el retorno. Al menos para él...
Sí lo era para María Gertrudis de Hore (1742-1801), que en su anacreóntica El nido describe minuciosamente la obra de una golondrina, para terminar descubriendo que esa descripción está enderezada a un receptor particular, quien podría ver el nido en directo, de no estar ausente:
Vieras... Mas ¿qué digo?
Veráslo algún día.
Sí, ven a la aldea.
Mas —a pesar de ese verso de cierre, eslogan de turismo rural con que anima María Gertrudis— qué difícil el retorno. Salvo en poesía, código de transgresión. Porque en poesía todo se repite renovándose, como en la naturaleza. En su artículo «Una expectativa dudosa», de Contra Unamuno y los demás (1975), Joan Fuster se pregunta: «¿Hay entre Virgilio y Kafka, o entre Safo y Robbe-Grillet, la “misma” distancia que pondríamos entre el arado romano y los artefactos de la cosmonáutica...?». Que cada lector, que cada labrador, que cada astronauta responda. Fuster, recordando que en poesía hay unos límites que la mente no traspasa (sí, los arquetipos) y que la palabra es la más antigua herramienta humana, contesta así a su pregunta:
No, por supuesto. Entre Virgilio y Kafka, y entre Safo y la «moda» literaria más reciente, existe una rigurosa, estrechísima vecindad. La «diferencia» es grande, sin duda; pero no tanto como parece. No olvidemos que —si a tanto llega— se perfila dentro de una tradición donde el principio del nihil novum sub sole constituye una evidencia abrupta. Todo tiene su «precedente».
Más allá de precedencias y consecuencias, y antes de que se acabe la primavera de este año, quisiera haber contestado a la pregunta de Fuster con esta ya demasiado larga serie (Literaventuras, III, 24-III, 31) de testimonios.
Digo, de ecos.
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