La
palabra escrita es garantía de perdurabilidad. El axioma viene desde la
Antigüedad, que ya es trayecto. Con la escritura pudieran salvar los hombres
las acometidas del tiempo. El mono sapiens: tal que los crecidos dioses.
Tablillas, papiros y pergaminos aseguraban, de tan tenues, que las obras
humanas se mantendrían en la memoria, una vez resueltas en polvo aquellas obras
y sus personas creativas. El valor mágico de los dibujitos breves y
eternos; las grafías, digo.
A
los textos, en virtud de ese carácter perenne que sobrepasaba las fronteras de
los años y los siglos, se confió todo lo que fuera propio de la divinidad y de los
reyes y emperadores, sus vicarios: la verdad, por ser conciso. Además de las
cuentas de funcionarios y mercaderes, la revelación religiosa y los códigos
legales fueron los primeros contenidos dignos de ser transportados a las escrituras
primerizas de épocas borrosas y brumosas. A base de transcribir los reiterados mensajes
de los que atesoraban y mandaban, se fue asentando la compleja idea de que no
solo lo verdadero era lo único que podía escribirse, sino de que fuera la
escritura garantía de verdad. «En escripto yace esto, es cosa
verdadera»,
terminarán sosteniendo los monjes medievales, herederos de aquella tecnología
cara y difícil de la escritura, la retórica y la métrica. Que lo que se
escribía iba derecho a misa, vamos.
Verdad
e inmortalidad, ahí es nada. La escritura guardaespaldas de lo inmutable se solidificó
en idea que, como toda superestructura, fue abonada también por una razón
económica: tan escaso y costoso (son sinónimos) resultaba el material escriptuario,
que era inconcebible que se malgastara en fingimientos, mentiras, falsedades.
Solo la producción industrial ha permitido, desde hace cuatro días, derrochar
papel masivamente y en vano. A las máquinas, tan necias, qué más les da. A los máquinas, lo mismo.
Los
poetas han suspirado, de suyo y de siempre, por la condición de Homero, que
inmortalizó inmortalizándose. En los poemas homéricos —los más antiguos de los
griegos— situaron los gramáticos de Alejandría el ideal de lengua: medían la
mínima distancia con respecto a la perfección perdida, in illo tempore, de modo que lo que vino tras ellos supuso una consecuente
y progresiva degradación: la Segunda Ley de la Termodinámica, aplicada a la
Filología.
No
extrañará entonces que el propio Estrabón asegurara que la Odisea se atuvo a la verdad histórica en un relato fiel: «no forja
una fábula increíble», asevera en su Geografía, III, 4, 4, y el motivo no puede ser
sino precisamente ese, geográfico: «puesto que los lugares y demás
circunstancias aducidas por él, difieren poco de los históricos». Ahí tenemos
al griego Estrabón, registrando minucioso los lugares de la Península Ibérica y
sus pueblos de pastores y guerreros, asentando sus hechos y costumbres, haciendo
ciencia, en dos palabras, sin haber puesto nunca un pie en Hispania. Y creyente
en Homero y su «manera
novelesca», perfectamente veraz, que para eso no fue el ciego de Quíos «un
cavador o un segador», sino un poeta de «ágil destreza»:
no fueron tampoco inhábiles los que, admitiendo la
veracidad de estas narraciones y la del poeta, vertieron la poesía de Hómeros
en la ciencia, tal como hizo Krátes el de Mallós y algunos otros. Pero hay
quienes, entendiendo de un modo harto torpe la obra de aquél, no sólo la despojan
de todo interés científico […], sino que juzgan de locos a los que intentan
interpretarla.
La
poesía ágil y veraz como ciencia. Ahí es nada. Extraordinario el método de
Estrabón. Sus ligeras líneas sobre la covada han sido glosadas durante siglos,
citadas en ensayos y enciclopedias, puestas a prueba en trabajos de campo,
discutidas en monografías. Etnólogos y antropólogos persiguiendo una brumosa
verdad descrita por un ausente partidario de las novelerías homéricas. Cuando
el doctor Gárate, erudito norteño, recopile una amplia bibliografía sobre el
asunto («La covada pirenaica. Patrañas
y fantasías», Cuadernos de Etnología y Etnografía de
Navarra, VII, 21 [1975], pp. 383-406), le moverá el justo afán «de agotar
un tema, que en las publicaciones de Etnología constituía, con el idioma y la
hechicería, los rasgos más distintivos de nuestra etnia, siendo totalmente falsas,
la covada y la hechicería» (p. 383).
Lo
que puede la poesía, aunque no sea lírica.
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