La
oralidad reelabora, según la olvidadiza memoria le da a entender, frases arrancadas de textos. Que se fosilizan luego en comodines proverbiales
para que ahí quede el (re)citador: más
ancho que largo. Tal extracción por vía oral revitaliza de autoridad paradójica, por cuanto las sentencias transformadas se prescriben en circunstancias alejadas de
las previstas en los textos despojados. A costa de ahondar la distancia entre lo que un autor escribió (y no digamos ya lo que quiso escribir) y lo que se le atribuye, estas acuñaciones literaturizan también la vida.
En
una de las dos mejores hemerotecas digitales de la Prensa española, las de Abc y La Vanguardia, hallarán los curiosos el artículo «“Escribir
en Madrid…”» (Abc, 1-6-1976),
donde Evaristo Correa Calderón menciona tres de esas frases. Dos muestran
bien cómo se enfoca literariamente la vida… mientras se desequilibra la literalidad. Veamos: Con la Iglesia hemos
topado se refiere a un poderoso impedimento interpuesto entre el hablante y
sus deseos. Inmensa es, en ciertos libros, la razón inversamente proporcional
entre las veces que se citan y las que se han leído. El Quijote
sea acaso el máximo representante de tal distorsión. Y fuente de donde mana el
riachuelo de la frase mentada.
Última
salida del estrambótico caballero: don Quijote y Sancho visitan antes que nada
El Toboso (II, 9). El silencio de la «noche entreclara» queda roto por «voces»
de animales: «mal agüero», pensará el héroe. Amo y criado, buscando «toparse» —ah,
saltó la palabra— con el supuesto «alcázar» de Dulcinea, encuentran la iglesia
del pueblo, próxima a «los cimenterios». Don Quijote constata: «Con la iglesia
hemos dado, Sancho». Así: iglesia,
con minúscula, pues está designando al edificio, no a la institución; y dado, participio mucho más neutro que topado. La lectura del
fragmento de II, 9 descubre como apócrifa la creación Con la Iglesia hemos topado, que quizá una mayoría de encuestados
atribuiría a Cervantes: sin ir más lejos, que no ando hoy
con ganas de entrevistar por los callejones, 313.000 naufragan en Google.
Este
pasaje es uno de tantos contextos cargados con la ambigüedad del
perspectivismo cervantino; pero su sentido central es que don Quijote avisa a
Sancho, a oscuras, de que su camino es «una callejuela sin salida». Soy consciente
de que esta interpretación corre el riesgo de abrirse hacia el simbolismo, ese
modo pobrísimo de leer; pero es que interpretar es modificar el
texto interpretado: hermenéutico callejón sin salida. En todo caso, igual que
don Quijote había cambiado las palabras —aquí, el nombre de su amada, una
Aldonza Lorenzo transformada en Dulcinea del Toboso—, la iglesia y el dado se
fueron convirtiendo en Iglesia y topado por mor de los falsos malandrines
de la tradición ágrafa y oral.
Es
el renombrado boca-oído. Sin salir del Toboso —digo, del capítulo 9 del Quijote de 1615, «Donde
se cuenta lo que en él se verá»—, el caballero reconoce haberse «enamorado
de oídas», en consonancia con los cánones poéticos y provenzales del amor de lonh, puesto en circulación
medieval por poetas como Guillermo
IX de Aquitania. Lo que me servirá de excusa para toparme con el Larra que, con
extraordinaria ironía, escribió en «La
fonda nueva» (1833) sobre el gorrón, «que come los más días de oídas, y
algunos por haber oído».
Desde
París, y en 1836, Larra se dirige a su amigo el editor Delgado. Por carta. En
ella se demora el futuro santo patrón laico de los periodistas en informar a su
editor sobre lo bien que se pagan los libros en Francia. Sin leer entre líneas,
ese otro ejercicio de interpretación no menos azaroso que creativo, revisemos literalmente
un fragmento de la carta de este deslumbrado Larra que, con su puntito de cateto
que ha apañado y apretado la maletita, prueba fortuna en la entonces meca del
arte, sí, en París de la Francia:
Escribir y
crear en el centro de la civilización y la publicidad, como Hugo y Lherminier,
es escribir […]. Escribir como Chateubriand y Lamartine en la capital del mundo
moderno, es escribir para la humanidad; digno y noble fin de la palabra del
hombre, que es dicha para ser oída. Escribir en Madrid es tomar una apuntación,
es escribir un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste
para uno solo […]. Escribir en Madrid es llorar […]. Esto no obstante, pienso
en mi España ahora más que nunca y la considero siempre como mi cuartel general.
(M. J. de
Larra, Artículos varios, ed. E.
Correa Calderón, Madrid, Castalia, 1982, pp. 32-33.)
Ya
ven: «Larra lo dice así: “Escribir en Madrid es
llorar”. ¿Por qué se ha difundido el erróneo “escribir en España”? Porque, trasantaño, la identificación Madrid/España era mecánica y, sobre todo, porque
nadie ha leído a Larra» (Umbral, «Escribir
/ Larra / Llorar», El País,
19-9-1984). En
realidad, lo que en su carta va pidiendo el escritor al editor es que le pague,
cuando regrese, un pastizal semejante al que cobran los colegas franceses por
tomarse el trabajo de hablar para la humanidad de aquella manera: a pelo y sin
excepciones.
Lo
propio de un escritor romántico era esta grandilocuencia y, sobre todo, llorar. Ahí estaba, desde 1830, la
llantina de Goethe, que cita Correa Calderón al prologar los Artículos varios de Larra (p. 48): «Un
escritor alemán es un mártir alemán […], y en Inglaterra y en Francia ocurre lo
mismo. ¡Cuánto no han tenido que sufrir Molière, cuánto Voltaire y Rousseau!». Menos
lobos o cuentos de España negra: estamos ante un tópico literario romántico. Porque,
a pesar de sus lamentos, Larra fue el biempagao del periodismo de su tiempo. Y reciclaba mucho: acabó incluyendo parte de ese famoso y paradójicamente
desconocido párrafo epistolar en un artículo publicado en El Español, «Horas
de invierno» (1836), donde ya no figura lo del «cuartel general», que en la
carta avisaba de que volver, volvía.
Pero
a lo que iba: he aquí otra sentencia modificada y, como se dice en nuestra era del
New York de la América, descontextualizada: muchos de los que viven de la pluma
—permítanme el arcaísmo— siguen afirmando que Escribir en España es llorar.
Y
citan para más inri a Larra. De oídas, oiga.
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