Con ser
breves, convendrá jibarizar Los eruditos a la violeta en diez mandamientos para fábrica de tertulianos
que, total, ya de por sí reducen el mundo y la vida al monotema de la política.
Es que nuestro hoy sigue colgado del viejo arquetipo de Yavé preparando su
divino esquema, o chuleta braseada en zarza, para Moisés, y tira que es un
primor de decálogos —como el integrado de Gates o el apocalíptico y apócrifo de Chomsky— que adjuntar a la puerta del frigorífico, aunque
sea mucho también de capsulillas de viaje espacial o de parafarmacia. Y por
aquí habrá que empezar.
1. Ir pasado
de píldoras para sobrevivir por el cosmos inmenso de la sabiduría y sus
agujeros negros. Pues basta aprender «las definiciones de las figuras» para
sentar «plaza de […] instruido en la elocuencia antigua» (p. 24); u hojear y
ojear alguna enciclopedia, como la filosófica de «Saverien, con su retrato en
el frontispicio, muy bien peinado, afeitado y vestido con toda gracia» (p. 26);
o compendios de historia, «que en pocas hojas os dirán cuanto ha pasado y, si
me apuráis, cuanto ha de pasar desde el principio en que crió Dios el cielo y
la tierra, hasta la venida del Ante-Cristo...» (p. 59). Pero ojo, sin abusar,
pues «¿quién ha de tener tanto diccionario, ensayo y compendio en la cabeza?»
(p. 51). En todo caso, no «consultéis más obras que algún libretillo francés
que no tenga arriba de cien hojas, con márgenes de alto bordo», si se trata de «saber
de hornabeques, obras coronadas, revellines, tenazas, caballeros, escarpa […],
glacis, galerías, bastiones, cortinas, troneras y (cuidado con este par de
terminitos) aproches y contraaproches» (p. 53). Adviene, así de natural, el
segundo mandamiento.
2. Mascullar
una jerga que revista de enterado a quien la use: «Decid pieza y no composición,
porque más de la mitad del mérito está en eso» (p. 23), amén de que «tienen
tanta hermandad las ciencias entre sí, que del mismo modo que se llama pieza la comedia que hace reír los
habitantes de una ciudad, se llama también el cañón que derriba sus murallas»
(p. 53). Y «no olvidéis la palabra análogo, por amor
de Dios, porque ya veis que es muy bonita» (p. 13). Un vistazo a «cualquier diccionario astronómico» y
parecerse a «don Alfonso el Sabio», todo uno, «y más si empezáis a pronunciar
con énfasis las espantosas voces eclíptica,
coluros, grados, planetas, astros, estrellas fijas, eclipses,
discos, paralajes, cometas, elipse, rotación, periodo» (p. 55). Es que, cuanto más oscuro el léxico, mayor apariencia de
conocimiento: «hablar un poco de la transmigración, o metempsicosis (que […] suena
mejor porque se entiende menos)» (p. 31); entre «treguas o armisticios», «escoged
esta voz que es la menos inteligible» (p. 38). Por el contrario, decir pan al
pan estará mal visto, como esa «ingenuidad, que otros llaman indecencia, con
que [Marcial] llama cada cosa por su nombre» (p. 17).
3. Memorizar citas
que se enmorcillarán, salgan por donde salieren, en cuanto disponga la ocasión:
«llenaros esas bien peinadas cabezas de párrafos de
aquí y de allí […], creerán las gentes que las musas os hacen la cama» (p. 24);
«que aprendáis de cada uno [de los autores citados] un párrafo retumbante, con
cuya repetición […] todo el mundo os tendrá por unos consumados
Publici-juris-peritos a la violeta» (p. 41), y más si se derrocha «osadía para
trinchar, cortar, traer, truncar y alterar textos» (p. 42).
4.
Denostar la calidad de las traducciones de originales que tampoco se han visto
ni por el forro, aunque, por si acaso, «Cualquier libro que os citen, decid que ya lo habéis leído y
examinado» (p. 67):
lo cierto es (diréis misteriosamente si alguno
soltase la chinita para que resbaléis) que las traducciones francesas de estas
obras son muy inferiores a los originales; y con esto quién no ha de creer a
pie juntillas que […] habláis aquel idioma mejor que el mismo orador de la
Cámara de los Comunes. (pp. 32-33)
5.
Llorar, ay, mucho, hasta gritar y actuar con su poquitín de violento
aspaviento: «Enfureceos, y dad una gran palmada sobre la mesa (con gran tiento
para no haceros mal), y lamentaos de que la artillería es públicamente llamada Ratio
ultima Regum» (p. 39); «Exclamad
que la buena [música] se aniquiló» (p. 62); «Lamentaos de la decadencia de la
Oratoria» (p. 25), poniendo hoy, por caso, cual no digan dueñas a los
diputados, que balbucean en público: ¿qué se hizo de los tiempos de Castelar?,
preguntará circunspecto el comparador, como si hubiera no digo ya visto en
acción al tal Castelar, sino revisado alguno de sus discursos.
Este quinto
mandamiento chocará con el próximo. Ningún problema. Tras hilar contradicciones
«os tendrán por inconsecuentes», lo que se salva dejando «pasar algún intervalo
considerable de una conversación a otra, como seis o siete minutos» (p. 62).
6. Mostrar
la completa seguridad de que la ciencia avanza que es una barbaridad, por lo
que el presente —según la creencia en el Progreso— ha aventajado definitivamente
al ayer:
aplaudí la excelencia de nuestro siglo sobre
todos los demás […]: en esto seguí la loable costumbre de todos los nuestros,
que lo hacen con frecuencia y satisfacción, sin duda para ahorrar este trabajo
a la posteridad, que tendrá, tal vez, otras cosas que hacer, o será de otro
dictamen. (p. 57)
7. Largar
sin parar de los españoles, rasgo crucial —a finales del XVIII como a
principios del XXI— de la marca España:
«Si habláis delante de los que
creen que el español no debe andar en dos pies, soltad los diques y decid
cuanto se os antoje en desdoro nuestro, que todo será bien admitido, verdadero
o falso, cierto o exagerado» (p. 23); «sea siempre
feliz conclusión de vuestras conferencias una docena de invectivas contra la
bóveda que ilumina a España, y decid que nuestra estrella es de ignorantes; y
en eso, os juro, no mentiréis del todo» (p. 25); «Irritaos cuanto puede un
sabio contra los españoles, que pretenden ser su idioma capaz de todas las
hermosuras imaginables […] y que se oponen a la entrada de todo barbarismo, o
voz extranjera, como si fuera un ejército moro que desembarcara en la costa de
Granada» (p. 61).
8.
Adoptar pose de sabio excéntrico (bohemio,
le dirán en el XX; hipster, en el XXI), de modo que
la gente que os vea […] diga: «Allá va un filósofo». Unos habéis
de estar, por ejemplo, siempre distraídos, habéis de entrar […] en alguna
librería preguntando si alquilan coches […]. Otros, aunque tengáis los ojos muy
buenos y hermosos, habéis de llevar un sempiterno anteojo en conversación con
la nariz. Otros habéis de comer precisamente a tal o tal hora y que sea
extravagante, […] a las nueve de la mañana o a las seis de la tarde […]. Otros
habéis de correr […] por esas calles de Dios, atropellando a cuanto chiquillo
salga de las puertas […]. Otros habéis de tener aprehensiones de enfermedades, […]
quejaos de todos los males a que está expuesta la frágil máquina del cuerpo
humano […] y […] ensartad lo de tísico, ético, asmático, paralítico,
escorbútico. (pp. 33-34)
9. Aprovechar la mayor
ignorancia del oyente. Con los aparejos de la credulidad y la no comprobación
se cultivan, en tan fértil (e ignoto) terreno,
la falacia, el fake, la mentira y
otras especies de posverdad, pues «muchas veces los auditorios son como los niños,
que si no comen han de jugar, y si no juegan han de comer» (p. 59). Así resulta
sencillo fardar:
gusto el que tiene un sabio cuando se pasea una
noche estrellada con cuatro o cinco majaderos, diciendo: «aquella estrella se
llama tal o cual; es de tal magnitud, está a tantas leguas de Getafe; la
descubrió fulano o zutano; aquellas siete u ocho o setenta a ochenta forman una
constelación llamada de este modo o del otro». (p. 56)
A fin de cuentas,
según rimó Quevedo, «El mentir de las
estrellas / es muy seguro mentir, / porque ninguno ha de ir
/ a preguntárselo a ellas» (p. 55). Ánimo, pues, y osadía:
Si los concurrentes no son facultativos (como es
muy regular) cometed mil anacronismos en las citas de los tiempos. No importa
que digáis que los calvinistas fueron condenados en el Concilio primero de
Jerusalén; y aplicad al concilio que os parezca la condenación de la herejía
que más rabia os dé; que no han de volver los heresiarcas a contradeciros. (p.
44)
Lo que de
verdad importa es acumular «tela cortada para cincuenta noches de invierno,
como Dios os depare auditorio» en radio, televisión o twitter:
tocad ligeramente, y como quien no quiere la cosa
[…], la etiqueta de la Corte de Constantinopla, que trata bien mal a los
embajadores […], haciéndoles refregar los labios en las alfombras del salón de
la audiencia […]. Romped el hilo (que no importará mucho) y exclamad sobre la
poca fe con que se rompen los tratados de paz […]. Hablad de los países
rebeldes, guerras civiles y otras frioleras semejantes […]. Concluid después de
explicar, como Dios os dé a entender, la natural constitución de cada uno [de
los Estados] […], y si veis que el auditorio se duerme, echadle otra rociada de
los ya dichos y repetidos nombres alemanes, y despertará. (pp. 38-39)
10. Tomar
la precaución de no ponerse estupendos ante los que saben: «De Arquitectura
civil aprended los principios […] y no habléis jamás delante de los maestros de
obras» (p. 54). Que siempre hay algún listillo que no se perfumó con violeta e hincó
los codos:
para ser consumados teólogos es menester […] un
pleno conocimiento de los idiomas hebreo y griego; una gran posesión de la
Historia Sagrada; un estudio muy largo de las costumbres judaicas; una idea
exacta de la doctrina de cada uno de los Padres de la Iglesia; una noticia, la
primitiva iglesia; una relación auténtica de los concilios […] nada de esto os
parezca útil. (p. 42)
Miden el
éxito de Los eruditos a la violeta la
nueva edición de Madrid, 1781 y la póstuma de Barcelona, h. 1786, que la reprodujo. Pero en ellas había cometido
Cadalso el error de ampliar el texto, o sea, de solicitar que se dedicara más
tiempo a la lectura.
Bah,
fíjate: en pleno siglo XVIII.
Maravilloso, Gaspar...
ResponderEliminarMuchas gracias. Cadalso se hubiera reído con nuestras afamadas mediotertulias. Saludos.
ResponderEliminarSupongo que Cadalso leería el libelo a Nicolás Moratín y compañía en la tertulia de la Fonda de San Sebastián y se pondrían estupendos divulgando el renovado buen gusto frente a las viciosas antiguallas barrocas. Todos hemos sido alguna vez sabiondos (sabihondos para un erudito) y hemos caído en la petulancia y pedantería, actitud frecuente en estos días donde la apariencia y el postureo (impostura para un erudito) conforman la posmodernidad. No hay nada como hablar de lo que no se sabe. Tus artículos excepcionales, como siempre. Un abrazo
ResponderEliminarLa condición humana, tan inalterable, hace que la historia avance en espiral, sin perder de vista el espejo: los postmodernos, como los ilustrados. Un abrazo, José María.
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