Hay
individuos que viven por costumbre en el futuro, mientras aguardan pacientes a
que los demás lleguen. Medio siglo, a veces: al autor del Lazarillo de Tormes (1554) se le harían largas las horas esperando
al Guzmán de Alfarache (1599-1604),
de Mateo Alemán, para hacer juntos que arrancara la novela moderna. Sucede en todo ámbito: el 27 de julio de 1993,
Javier Sotomayor sobrepasó unos inconcebibles 2,45 metros. Su prodigio no es
que resista al tiempo: es que, durante cada prueba de salto de altura disputada
en un estadio cualquiera del mundo, sigue adelantándose, en dos décadas ya, al
instante en que otro atleta lo supere. Por su Morfología del cuento (1928), Vladimir Propp, esa mente maravillosa, pertenece a la extraña
estirpe de quienes se ponen el calendario por montera.
Aquella
obra escrita en ruso y traducida al inglés en 1958 fue, a partir de este último
año, cabeza de playa —o libro de cabecera— para los estudiosos del relato
folklórico y la teoría literaria. Treinta años habían permanecido sus páginas
esperándolos. En ellas encontramos al «gato
atormentado por unos niños» y hornos, muchos hornos: el lugar en que la bruja
encierra al héroe, o sobre el que éste se acuesta, o donde el antagonista mete
al crío que ha raptado (Propp, Morfología
del cuento […], Madrid, Fundamentos, 1981, pp. 52, 53, 104 y 93). El horno
como tic folklórico. Lo heredó el cuento de 1942 cuyo minino protagonista se introducía él solito en uno de leña; así asado, lo descubrió con no poco pesar su dueña. («The Microwaved Pet» lo adujo como antecedente del gato
microondeado, al que vinculó con relatos de serie B sobre niñeras que cocinaban bebés y asesinas radiaciones de microondas y camas bronceadoras.)
Propp descubrió que las
«funciones de los personajes» del cuento maravilloso se reducían a 31, no todas
presentes en todos los relatos. Al aplicar su análisis (pp. 37-74) al del gato
microondeado, resulta ser éste menos asunto de juristas que de narratólogos. Anterior
al conflicto, en la situación inicial
(que Propp designa como α), había una vez una anciana —en las variantes más
neutras, una señora; en la de «Stella
Awards», la
genérica Dorothy
Johnson— que bañaba y en un
horno tradicional, a baja temperatura, secaba luego a su
gato (persa y premiado, en la versión de Smith; un caniche, en la menos exitosa de los Premios Stella). Todos contentos
en esta «familia» estándar del folklore que presenta α. Pero no hay felicidad —o
al menos estabilidad, si no fuera lo mismo— que dure cuando se trata de contar
historias.
Así que
entra en escena la prohibición (γ),
aquí actualizada al estropearse el horno de la protagonista, lo que le impidió
seguir cuidando amorosamente a su mascota. Entonces, un agresor engaña (η) a la anciana para apoderarse
de sus bienes: ah, claro, diríamos, es que le regaló un microondas su yerno (en
la variante de Bullard: ¿qué
mejor agresor de una suegra que su hijo político?). No nos engañemos: el yerno
sería un donante (D) que prepara al
héroe para recibir un objeto mágico; pero las funciones del cuento maravilloso
se dan siempre en un mismo orden (Morfología,
pp. 34-35) y aún no hemos llegado a la cosa esta del héroe, lo que denuncia
como espuria la variante de Bullard.
El agresor, en verdad, es la malvada empresa
fabricante del microondas (Kenmore Inc., en la versión de Stella Awards), ávida de cargarse, con sus
difusas instrucciones electrodomésticas, a las mascotas de las ancianas que no las
leen. Ejerciendo la función de la complicidad (θ), la víctima se dejó
engañar: como «reacciona mecánicamente a la utilización de medios mágicos» (Morfología, p. 42), minimizó al minino
en el microondas, de modo que el agresor dañó con su fechoría (función A) a uno de los integrantes de la familia: le infligió daños corporales (A6) —bastante irreversibles aquí, por cierto— y provocó una carencia (a) en la protagonista. Ante la
fechoría y la carencia (A + a), ésta, o sea, la señora, en el momento de transición (B), llama
al héroe (función B2), que acepta ayudarla en virtud del principio
de la acción contraria (C).
¿Que
quién es el héroe? Hay que estar más atentos, oigan: el abogado. Vamos, que la
anciana huyó (†) corriendo al bufete. (Propp marca esta función de la partida con una flecha hacia arriba que
no me sale en el teclado.) Las
novelas y películas de suspense judicial y compañías de abogados corruptas y
abusonas, a lo John Grisham, han provocado en Occidente una picapleitofobia
señalada directamente por Trueba e indirectamente por De Ángel Yagüez. Sin embargo, este cuento
maravilloso —y su no menos maravillosa o fantástica fórmula estructuralista (α
γ η θ A6 a B2 C †)—
nos descubre, sí, que el abogado es el héroe.
Él se haría cargo de la recepción del objeto mágico (F), lo que viene siendo custodiar el
microondas, que se hallaba en un lugar indicado (F2), como cuando en otro cuento
«Una vieja muestra el roble bajo el cual se encuentra el barco volador» (Morfología, p. 54). De modo que el
heroico abogado, en plena función de desplazamiento
(G), se metió hasta la cocina de la anciana para hacerse con la prueba. Recibió
entonces una marca (I), en forma de
anillo o pañuelo (I2),
que sin duda es como los cuentos folklóricos llaman a la provisión de fondos que
abonaría la señora del gato achicharrado para que el tipo del bufete la
representara ante el tribunal. No es descartable que la función I fuera «la marca del horno» demandada (en la versión de Elplural.com).
El caso (judicial) es que se conduce el
relato hasta la victoria (J) del
héroe, lo que llevó aparejada la derrota del agresor en la balanza (J4),
por no prevenir, la muy empresa, que los gatos no son para el microondas. La reparación (K) de la fechoría inicial consistió
en una feliz indemnización desembolsada por el fabricante. Todo, pues, al día. Como previó Propp desde el futuro: «los cuentos nuevos no son jamás otra cosa que combinaciones de los
cuentos antiguos» (p. 129).
Ahora, a seguir transmitiendo
éste por los rediles sociales.
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