Lo
mejor del librito, además de su excepcional título, Of Murder considered as one of the Fine Arts, es que lo leyó
Borges. En las múltiples ocasiones en que cada día versan las conversaciones porteñas
sobre teoría literaria, «es frecuente escuchar
que a la mención de De Quincey, se sigue la frase: “sí, un escritor que le
gustaba a Borges”», por lo que no extrañará la experiencia de
un crítico argentino como Ledesma, quien, tras confesar que al leer al autor
inglés «en
textos que no se parecen a los de Borges», «les encontré
algo “borgeano”», concluye: «No
deja de ser asombroso de qué manera la lectura de un autor consagrado puede
condicionar la de otros autores», revirtiendo «los términos de la influencia.
La mediación de Borges determina nuestra recepción de Thomas De Quincey»[1]. No de otro asunto capital,
la reversibilidad del tiempo, creo que tratara Borges.
Comparto
la experiencia de Ledesma, una vez despojado el original inglés de las
circunstancias mundanas que fijan su contexto histórico y bibliográfico: obsesionado
por dos crímenes múltiples cometidos por un Williams en el Londres de 1812, De
Quincey publicó los dos artículos de que consta Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes en el Blackwood’s Magazine (febrero de 1827 y
noviembre de 1839), a los que —como indica su traductor Loayza— sumó un Post scriptum «al recogerlos» en 1854,
«con algunas correcciones», «en la edición de sus Obras Completas». La memoria de un lector es un puzle encajado por
los retazos retenidos de sus lecturas; si no fuera un británico de mediados del
XIX, sino acaso uno hispánico de principios del XXI, normal será que aplique la propia plantilla de percepción e interpretación de textos que es fruto de su
rompecabezas. Y que se asienta sobre columna cuya base es Cervantes, patriarca
de la modernidad, y cuyo capitel es Borges, fundador de la postmodernidad[2]. Por
tanto, el asombro descrito por Ledesma sólo es tal si se considera la monótona sucesión
inercial de los siglos; pero se esfuma cuando el asunto se contempla desde el
zigzag de la memoria personal (y transferible) de un lector situado en algún
punto de dicha sucesión. No menos asombroso resulta entonces el hecho de que la
magia sea exclusiva hija del terrenal y pedestre, o cartesiano y contable,
calendario.
Para
lectores de principios del XXI, los educados al modo borgesiano, Del asesinato concebido como una de las
Bellas Artes es, en su versión inicial de 1827-1839, una retahíla, cansina
en sus digresiones, de asesinatos reales o fingidos, que son examinados, muy de
pasada, como realizaciones de la historia del arte del crimen. Por bordear lo
políticamente correcto en época victoriana, su prisma satírico precisó de un
largo, pormenorizado y serio añadido en 1854. Entre las desenfadadas páginas anteriores
a ese año, llenas de erudición, latines y circunloquios, se atisba uno de los
esquemas esenciales en Borges: la invención de una sociedad secreta, unas
ráfagas de humor distante, o sea, finísimo, la conversión de algunos fragmentos
de autores clásicos en argumentos de relato ficticio y unas diseminadas frases
agudas (es decir, memorables) con las que confeccionar una colección cínica. La
basada en una inteligentísima alteración de los pasos lógicos que conforman el
llamado sentido común.
Borgesiano
resulta por tanto De Quincey cuando se le despoja de todo aquello que un lector
detecta que no le resultó aprovechable a Borges: la hojarasca decimonónica,
victoriana y de crónica periodística que ataba Del asesinato concebido como una de las Bellas Artes a sus
circunstancias de origen. Barrida esa hojarasca, el librillo queda en
condiciones de ser anacrónicamente empleado para que se expliquen su propio
mundo los lectores actuales. Quienes de sobra saben que tal explicación no
puede ser eficaz si no es borgesiana. Si el ensayo satírico, pues, no se simplifica
en cuento fantástico. Pues mide la eficacia comunicativa en el siglo XXI una
razón gracianesca (Lo bueno, si breve, dos veces bueno),
directamente proporcional al reducido espacio que ocupe el mensaje: el titular,
mejor que el ensayo satírico; el haiku, mejor que la elegía; el meme, mejor que
el mural; el cuento, mejor que la novela; el aforismo, mejor que el cuento; el
lema pancartero, mejor que el aforismo. Se inscribe en este plan jibarizador o
tuitero que titulares, haikus, memes, cuentos, aforismos y lemas deban ser,
además, sorprendentes.
Es que nuestra
cansada postmodernidad precisa de emociones fuertes e instantáneas (mejor un
cien metros lisos que una maratón); así que es, si bien se mira, otra derivada
de los límites de la memoria humana. Que se verifican, como siempre, en la
literatura. Ésta es lo que queda de sí misma en la frágil imaginación o memoria,
una vez perpetrada conveniente operación descontextualizadora. Por eso, Del asesinato concebido como una de las
Bellas Artes, o cualquier obra, da en antología. O en la antología de la
antología que representa su fragmento más memorable o impactante:
Si
uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar,
del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba
por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente.
Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá
detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron
importancia en su momento.
El
contexto (o cotexto) que, olvidado, circundaba a ese fragmento, es el del autor
ficticio de la conferencia en que consiste el artículo de 1827, pronunciada
ante la secreta e internacional Sociedad de Conocedores del Asesinato, que, al
publicar en 1839 el segundo artículo, ensaya una peculiar retractatio: presentándose no más que como aficionado al
asesinato en tanto arte, sostiene que jamás ha matado a nadie. Lo prueba que,
en cierta ocasión, entrevistó a quien se le ofreció como criado suyo; al aducir
como mérito su pasado de asesino, el candidato requirió mejor sueldo para estar
en disposición de emplearse, en caso de que se le requiriera, como sicario. El
autor rechazó la propuesta:
«[…]
Mucho puede el genio, pero el prolongado estudio del arte otorga siempre el
derecho a ofrecer un consejo. Hasta aquí puedo llegar: me atrevo a sugerir
principios generales. Pero, en lo que respecta a los casos particulares, le
advierto de una vez por todas que no quiero saber nada. No me hable nunca de
una determinada obra de arte que esté meditando: me opongo a ello in toto. Si uno empieza por permitirse
un asesinato, […]. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que
no dieron importancia en su momento. Principiis
obsta: tal es mi norma.» Esto fue lo que dije, ésta fue siempre mi manera
de actuar y si esto no es ser virtuoso me gustaría saber lo que es.
Pero
la literatura no triunfa —es decir, no perdura— como moralidad, ni aun entre
victorianos puritanos, sino como combinación inaudita de palabras. De ahí que este
contexto que acabo de recordar o citar, haya desaparecido de las memorias que leyeron.
Sirva
esta nota como introducción para el mediático
caso que abordaré en la siguiente: el que, transcurrido en el primaveral Madrid
de 2018, ha copado y ocupado, desde hace un mes, los volanderos pantallazos digitales.
Ese
borgesiano libro de arena.
[1] J. Ledesma, «Entre
De Quincey y Borges. Metodología crítica en literaturas comparadas», Anclajes, 8 (2004), pp. 153-180 (pp.
165-166). Sostiene Ledesma que una constante en Borges fue declarar «que desde
su primer contacto nunca dejó de releer a De Quincey con asombro y felicidad»,
porque encarnaba al «escritor intelectual»:
el que, como afirmó el autor argentino, «no ha eliminado
ciertamente el azar, pero ha rehusado, en lo posible, su alianza incalculable».
Y así, a parar a Borges fue su «uso sistemático de
ciertos procedimientos reveladores de autoconciencia, como la ironía, la
atribución errónea, el apócrifo, la argumentación casuística y el anacronismo».
También el epígrafe que encabeza Evaristo
Carriego (1930), «una cita
violentamente recontextualizada» de De Quincey (Writings, XI, 68), que funciona «como
un lema»
«de
la poética» de ambos autores: «...another mode of
truth, not of truth coherent and central but angular and splintered»:
«[...]
otra forma de verdad, no una verdad central y coherente sino angular y
astillada» (pp. 157 y 159-160). Citaré por Th. De Quincey, Del asesinato concebido como una de las
Bellas Artes, trad. L. Loayza, Madrid, Alianza, 1985.
[2] Para las relaciones entre ambos, esencial resulta el capítulo de mi maestro G. Haley, «Borges y Cervantes: la creación de un precursor» [1986], Indagaciones. Nueve estudios sobre textos e intertextos áureos, Málaga, Universidad, 2006, pp. 163-180, que tiene en cuenta «ese proceso de inferencia progresiva que es la contribución del lector a la actualización del texto» (p. 164).
[2] Para las relaciones entre ambos, esencial resulta el capítulo de mi maestro G. Haley, «Borges y Cervantes: la creación de un precursor» [1986], Indagaciones. Nueve estudios sobre textos e intertextos áureos, Málaga, Universidad, 2006, pp. 163-180, que tiene en cuenta «ese proceso de inferencia progresiva que es la contribución del lector a la actualización del texto» (p. 164).
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