Después de 1538, otros perros volverán a posar junto a Venus en la obra de Tiziano. Será en su serie sobre la diosa y la música, una escena que el pintor reproducirá obsesivo cuando camino vaya de partirse en dos su siglo. En Venus con organista, amorcillo y perrillo, h. 1549-1550 (Berlín, Gemäldegalerie), un intérprete de tez morena, ojos claros y rojo cabello ensortijado, no puede sino girar su cabeza, tras abandonar el órgano suyo que tocaba.
Es que, extasiado, debe contemplar el velado sexo de la recostada divinidad, uno de cuyos blanquísimos senos roza con extendida manecilla el niño Amor. La vista —la tuya, lector, la mía…, quién sabe si la de todos, voyeurs en que Tiziano nos ha convertido— se extravía: apenas distingue bien el paisaje que al fondo se difumina. Abajo y a la derecha, como una firma, nuestro perro acompaña. Expectante. La boca, abierta; no menos extraviados, sus ojos. Pareciera que la serenidad de la escena estuviera a punto de ser quebrada. O pensáramos que los últimos acordes del órgano aún oscilan tenues en el ambiente, restos de un clímax musical que el cuadro de Tiziano ha detenido —con un silencio que sortea otro silencio— para siempre.
Sobre la fuente con la estatua del sátiro que sin parar mana, un pavo real; cerca, en el césped del pasto y del reposo, otros dos animales, indescifrables quizá cervatillos. Sí, Tiziano ha modificado, en Venus recreándose en la música, h. 1550 (Madrid, Museo Nacional del Prado), el fondo de la escena: el paisaje se ha aclarado y —ajardinándose— civilizado; pero, en lo sustancial, la composición casi se repite. Son variaciones (musicales) sobre el mismo tema: ha desaparecido Amor; dejando el primer plano, un perro ladra junto a la pareja que pasea a la vera de ordenada arboleda… También otro es el organista, a quien vemos una mano y ceñir espada.
Lo que no varía es la fijación de su mirar. Venus ha perdido la fina gasa, así que esconde ahora su sexo en el cruce ligero de las piernas, cruce que el embeleso del músico adivina como promesa. Será que el organista admira el más allá, el futuro que asimismo anuncian las rodillas, las curvas, el dedo anillado, el vértigo de las caderas de la rubia Venus deseable. Cuyo pie izquierdo roza al intérprete ensimismado: su nalga; próxima, la empuñadura de su larga y enhiesta espada.
Tampoco cambia que acompañe un pequeño can a la diosa. Venus le concede toda la atención. Y su mano recorre lenta la aseada piel del perrillo, que hacia el ansiado horizonte de sus senos se empina.
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