jueves, 2 de febrero de 2012

I, 6. Venus despierta, duerme el perrillo


¿Quién si no? Nacida de la espuma, Venus vendrá a favorecer el desarrollo del tema pictórico de la mujer acompañada de can. En una de esas acciones inaugurales, escasas o extrañas, que abren una sima en el continente de la historia, el misterioso Giorgione (h. 1477-1510) había comenzado, allá por el 7 de octubre de 1507, y cumpliendo un encargo de bodas de los ordinarios, el retrato de una Venus dormida (Dresde, Staatliche Kunstsammlungen). Hay quien considera esa estampa como el inicio del arte moderno. Lo que entiendo como un reencuentro de lo tardomedieval con lo pagano: la escalera de Penrose aplicada a la historia del arte.
Tras la muerte de Giorgione, su discípulo Tiziano concluyó la Venus dormida, donde aún no había can alguno; pero, a poco que se compare, la composición de este desnudo auspicia el posterior de Dánae. Y antes —y muy claramente— el de otro cuadro de Tiziano: Venere, también conocido como Venus de Urbino o Venus del perrito, 1538 (Florencia, Galleria degli Uffizi).
Ante un fondo negro se extiende en plenitud la belleza desnuda de Venus. La oscurísima pared entapizada se corta abruptamente para apuntar al sexo de la diosa, que siempre superior hubo de ser al sexo de los ángeles. Una flor ha caído del manojo que leve sostiene Venus con su mano derecha. La izquierda, como en la Venus dormida de Giorgione y Tiziano, reposa en su entrepierna. Sólo que aquí, y ahora, Venus ha despertado. Y espera. Lo anuncian su rostro, tan sereno como inquietante, así como su mirada, no menos indolente que —es la paradoja visual— sugerente.
Se me antoja que la pared sea el cero absoluto, la nada que todo lo veda a la vida y a la vista. Mas su espesa negrura destaca la luminosa anatomía de Venus, su cuerpo deslumbrante, su vientre que anuncia más futuro. Así que el ocho tumbado de las curvas sin cuento de Venus, cubriendo por completo la mitad inferior del óleo, diríase la imagen del infinito. De la nígrea nada al níveo resplandor infinito: la estampa de la divinidad que ha ordenado el caos y va haciéndose carne. Pero este es un infinito con término, un infinito que se detiene ante el confín de lo mundano, que muere al fin en lo cotidiano. Es que a los pies de la diosa dormita un perrillo.
El corte recto de la pared converge en el sexo de Venus, la línea de cuyas piernas lleva hasta el pequeño can que la acompaña. Pared, papo, piernas, perro trazan una amplia L que de pronto abre para nuestra mirada otra ventana. Contemplamos en ella la vida mundana: dos mujeres laboran ante —los entrevemos no enteros— un arcón y un arco que perfora una nueva pared, pared ya no metafórica, situada al fondo. Y este ventanal conduce al cielo, al espacio donde un tiempo sin tiempo habitó Venus, que de repente ha vuelto con nosotros, a la vida histórica ajena a los dioses, a lo cotidiano de gentes que trabajan y animales domésticos que con ellas conviven.
Resulta que la composición de la Venus del perrito puede apreciarse a la luz del triángulo de Penrose, como una conexión perpetua de lo finito y lo infinito. Resulta, asimismo, que Venus yace aquí tumbada ante nuestra historia e intrahistoria. Incitando y esperando.
Mas por ahora el perrillo sigue flácido. Digo, dormido.

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