Una historia de lo que debiera haber pasado constituiría un paradigma que confrontar con los paralelos relatos historiográficos de lo que ocurrió, al menos supuestamente. El cotejo resultante evidenciaría no solo la desviación de la trayectoria humana, en cualquier tiempo y lugar, con respecto a la racionalidad y la felicidad, sino también lo irreales y manipuladas que resultan algunas de las sucesivas historias oficiales admitidas.
Los principios que regían la Historia lógico-natural de Confusio no se aplicaban a la construcción de un hilo conductor con que narrar los hechos de las Españas del siglo XIX, sino que generaban en sí mismos los acontecimientos que debieron haber sucedido. Por eso a veces costaba tanto a su autor engranar «el desarrollo y secuencias de los extraordinarios sucesos archilógicos que refiere», lo que provocaba que «el hombre» se hiciera «un lío», «como una araña que se enreda en sus propias urdimbres» (Galdós, Prim, XVIII, 127). En efecto, «el anhelo de perfección nos obliga a frecuentes alteraciones de la forma y del plan…», según confiesa el propio Confusio. Así, el necesario ajusticiamiento de Fernando VII «me ha llevado a consecuencias ilógicas y a frialdades antiestéticas… He creído que debo resucitar al Rey» (XXVIII, 183).
Revisemos algunos pasajes de esta filosófica Historia lógico-natural. Sea su capítulo XXII, que conocemos gracias a los resúmenes de Galdós (Prim, XXVIII, 183): al ajusticiar los constitucionalistas a Fernando VII en el Cádiz de 1823, estalló una segunda Guerra de la Independencia, en la que «los franceses de Angulema» y «nuestros absolutistas» o «afrancesados» fueron derrotados por los liberales, que contaron con «el auxilio de Inglaterra». «Luego viene el reinado de Isabel», hija no de «la napolitana Cristina», sino «de Isabel de Braganza» (IX, 63).
Acabada la guerra, en «mayo del cuarenta y tantos» tuvo lugar «la fiesta majestuosa de la “Federación de los Estados hispanos”», que ocupó en Madrid «el espacio comprendido desde la Puerta de Atocha hasta la de Recoletos» (X, 73): la tira de metros o todo un manifestódromo. En esta «asamblea» «al aire libre» —tan profética para nosotros, por venir de tiempos inmemoriales o medievales—, «los confederados» terminaron con el «absolutismo y teocracia» y redujeron «los antiguos reinos» a «las dos grandes síntesis históricas de Aragón y Castilla» (XI, 74): las únicas comunidades españolas —y la glosa a Confusio es mía— que responden a la historia de lo que fue; pero la triunfante hoy es la fragmentada en relatos de lo que debió ser, tan ficticios como canónicos en cada una de las diecisiete comunidades autónomas de la España (¿las Españas?) actual. Una historiografía minimalista en sus límites geográficos, maximalista en sus pretensiones demagógicas y, mire usted por dónde, confusiana. E impuesta desde 1978 —un siglo antes de lo que soñó Confusio— por los que pagan, dilapidan y enarbolan banderitas: los minigobiernos regionales de cualquier pelaje y peaje.
Propuesto por los aragoneses un pretendiente suyo como «príncipe de todas las Españas, con el carácter de “soberano con las Cortes panibéricas”», este fue casado con Isabel II (XI, 74). Como don Carlos había sido fusilado junto con su hermano Fernando VII, ya no hubo «esa vergonzosa guerra» carlista «que tanto había de afear y ennegrecer» la historia de España (IX, 64), como segunda de las seis o siete contiendas civiles disputadas desde el siglo XVIII al XX: una media de Guinness.
Otra marca deportiva española fue la del número de golpes de Estado, perpetrados ora por conservadores, ora por progresistas, por lo que «expresó Santiuste del modo más significativo su ignorancia de todo acontecimiento sedicioso, pues en su Historia, para él la única verdadera, no se sublevaba el ejército. La palabra “pronunciamiento” sólo figuraba ya en el diccionario como arcaísmo» (XIV, 102). Un logro ideal, desde luego.
Otro fuera el de que se hubiese impuesto en España la tradición de respetar y cumplir las leyes, solo modificadas en un Parlamento nacional y democrático. Un sueño galdosiano… Pero, en este punto, «el grave historiador Confusio» se torna realista y empirista. Es entonces cuando «se permite afirmar que, desde Túbal hasta nuestros días, ningún español se ha entusiasmado por el orden público…» (Prim, XXIV, 156). A otros les dio por tirar el té al mar de Boston, por arrasar la Bastilla, por entrar a saco en el Palacio de Invierno o por despiezar el Muro. A nosotros, desde hace dos siglos —y tampoco en esto los indignados se lo han currado mucho— por concentrarnos en la Puerta del Sol de Madrid, rompeolas o kilómetro cero de las Españas.
Tomar la Puerta y tomar el sol. Nos encanta.
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