En cierto artículo de 1991, «Acomodos en el cielo», que por aquí ya he citado, Vargas Llosa afirmaba que el caso Salman Rushdie «mostró» «que las palabras escritas podían repercutir de manera dramática en la existencia, convertirse de pronto en asunto de vida o muerte»: que sus Versos satánicos «trastornen a una comunidad y lleven a ponerle precio a la cabeza de un hombre es como un sueño de ficción científica para el escritor occidental», malacostumbrado por «la más formidable conquista, la libertad», a una literatura «frecuentemente inocua» que hace de él, «frecuentemente, un frívolo».
Bien es cierto que la frivolidad libera al escritor y al lector occidental, e incluso al que por estos lares ni escribe ni lee, de cogerse una perra tonta por un vídeo estúpido. Y no digamos ya del trajín de tener que asaltar embajadas extranjeras. Las civilizaciones del mundo mundial podrán aliarse entre ellas cuando compartan esa benéfica frivolidad. En algo derivada de haber hecho la revolución industrial, y luego la vanguardista, a su debido tiempo.
Pero también pudiera ser que nuestra acomodada frivolidad nos impida reparar en constantes que, quizá por extendidas y familiares, van quedando invisibles. Por caso: esa dimensión —quinta, sexta o la que corresponda a las cuentas del acelerador de partículas— que describe trayectorias que van desde la bibliografía hasta la biología. Según tal hipótesis literaventuresca, son numerosos los conceptos creados por la literatura con los que designamos, pero que todos los días, múltiples acciones, sucesos, cosas, allende los libros. Que el verbo ficticio nos guía, quiero decir. Mucho más de lo que pensamos. Cuando lo hacemos.
Espigaré en el diccionario para corroborar tal hipótesis. ¿Empezamos por dantesco? Se describe en la tercera acepción que a esa voz reserva la Academia: «Dicho de una escena, de una situación, etc.: Que causan espanto». ¿Y quién usa semejante adjetivo, cargado de desmesura? Un bombero poco imaginativo cuando redacta un informe con pormenores de una catástrofe, un afectado que por allí pasaba y, por supuesto, un comentarista de deportes. Está uno concentrado escuchando —o al menos oyendo— la retransmisión de algo, y va y salta la acuñación aliterativa descenso dantesco. Que contra lo que pareciera no menciona el bajar al Infierno de la Divina Comedia, sino al llano, y desde un puerto de montaña, durante una carrera ciclista. Por si fuera poco el sofocón, sin Virgilio como guía.
Deportivo es también el interés por la selección de un léxico vivo, vivaz y violento. En buena medida, procedente de la literatura. Y no menos curioso: de la división clásica de los géneros literarios, especialmente el épico. Sobrevaloran así los repetitivos actos deportivos —esa aburrida manía de que siempre ganen el Madrid, el Barça, Michael Phelps o España— expresiones como partido de epopeya, grandiosa gesta, carrera apoteósica o toda una odisea. Si Homero ahormó el esquema del epíteto épico, como en la espantosa Quimera o el sufrido Ulises (Odisea, VI, 180 y XVII, 293), homérico —y leído— nos salió entonces aquel ufano directivo de la Federación franquista de Fútbol que llamó la pérfida Albión a la selección inglesa, vencida por «la furia española» en el Mundial de Brasil de 1950. Trafalgar y Gibraltar, vengados.
Con los cañones de un poético, y francés, estereotipo.
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