Asistamos al nacimiento de la política lingüística, herramienta creada en el origen del Estado-nación. El parto, en enero de 1794. El paritorio, la Convención francesa, donde Bertrand Barère de Vieuzac, en nombre del Gobierno revolucionario o Comité de Salud Pública, expuso su Informe sobre las lenguas regionales[1]. Que nadie se lleve a engaño: corresponde a cada nación un idioma. Y solo uno. «¡Ciudadanos! La lengua de un pueblo libre debe ser una y la misma para todos».
El francés es la primera «que ha consagrado libremente los derechos del hombre y del ciudadano», tras haber sido «esclava» durante el «gobierno monárquico», en que no todos en Francia la hablaban: «Se hubiera dicho que había varias naciones en una sola». Que conste: la política progresista y democrática es monolingüe. Es que el «despotismo» «debe parecerse a la torre de Babel»: fomenta «la variedad de las lenguas» para «aislar a los pueblos» y «dividir los intereses». Frente a la monarquía despótica, «los hombres libres» «se juntan todos». Así que los «ciudadanos asociados de todas partes de la República», «en pro de la legislación común», hablan con «el acento vigoroso de la libertad y la igualdad»: «el mismo» para todos. Procedan «de los Alpes o de los Vosgos, de los Pirineos o del Cantal, del Mont-Blanc o del Mont-Terrible».
Sin embargo, hay «en Francia seiscientos mil franceses que ignoran absolutamente la lengua de su nación y que no conocen ni las leyes ni la revolución que se hacen en medio de ellos». En concreto, «cuatro puntos del territorio de la República» merecen «la atención del legislador revolucionario». Al parlarse en ellos «lenguas que parecen las más contrarias a la propagación del espíritu público», se obstaculiza el «conocimiento de las leyes de la República» y su «ejecución». En efecto, «la lengua llamada bajo-bretona, la lengua vasca, las lenguas alemana e italiana, han perpetuado el reino del fanatismo y de la superstición, asegurado la dominación de los curas, de los nobles», e «impedido que la revolución penetre en nueve departamentos».
El Estado-nación democrático asigna a cada idioma una ideología. El francés resulta el de la libertad. Enfrente, los cuatro mencionados, que pueden «favorecer a los enemigos de Francia» e impedir la «educación pública» y «la regeneración nacional». Ojo: Barère llama a esta situación multilingüe «federalismo», algo arcaico y despreciable por «fundado sobre la falta de comunicación de los pensamientos». Así que «tales federalistas» deben ser «corregidos».
Y empieza a pasar lista. El bajo-bretón es el «instrumento bárbaro» de cinco departamentos, con el que «los curas y los intrigantes» «impiden a los ciudadanos conocer las leyes y amar la República», ayudados de esas «lenguas celtas o bárbaras que nosotros habíamos debido hacer desaparecer». En el Alto y Bajo Rhin, el alemán es el idioma «de nuestros enemigos», que favorece «la contrarrevolución». Al sur, la «lengua sonora» de los vascos «es mirada como el sello de su origen»; de ella se valen «los sacerdotes» «para fanatizarles». Ignorantes de la lengua francesa, es «preciso» «que la aprendan». ¿Y los corsos? «Demasiado vecinos de Italia»: con el italiano se favorecen «movimientos fanáticos» que logran «pervertir el espíritu público» de Córcega. En resumen:
El federalismo y la superstición hablan bajo-bretón; la emigración y el odio a la República hablan alemán; la contrarrevolución habla italiano y el fanatismo habla vasco. Quebrantemos esos instrumentos del daño y del error.
Para que las «luces» y las «leyes» republicanas lleguen eficazmente «a los extremos de Francia», es mejor «establecer instructores de nuestra lengua que traductores de una lengua extranjera». La enseñanza del francés resulta herramienta para afrancesar: «¡Ciudadanos!», «aplastemos» «la ignorancia» y enviemos «instructores de lengua francesa» a los departamentos donde no se habla francés:
Nosotros hemos cambiado revolucionariamente el gobierno, las leyes, los usos, las costumbres, el comercio y el pensamiento mismo; revolucionaremos así pues la lengua, que es un instrumento cotidiano.
Por tanto, «el Comité» propone «como medida urgente y revolucionaria» enviar a cada municipio rural de esos nueve departamentos «un instructor de lengua francesa», para que en todos se extienda «el conocimiento de la lengua nacional». Los «instructores», como «buenos patriotas», se opondrán a los «demasiados vestigios de esos patois, de esas jergas mantenidas por la costumbre y propagadas por una educación descuidada o nula». «Ellos van a formar hombres para la libertad, a vincular ciudadanos a la patria». Sin máscaras ni zarandajas: la política lingüística tiene como fin principal extender el patriotismo: «Dejar a los ciudadanos en la ignorancia de la lengua nacional es traicionar a la patria». También, sin complejos, se pretende ahorrar costes:
¡cuántos gastos hemos hecho para la traducción de las leyes de las dos primeras asambleas nacionales en las diversas lenguas habladas en Francia! ¡Como si nos correspondiera mantener esas jergas bárbaras y esos idiomas rudos que no pueden servir más que a los fanáticos y a los contrarrevolucionarios!
De vez en cuando conviene recordar, pero no a tontas ni a locas. Conviene leer. Cualquier progresista, en el grado que exhibiere, halla sus raíces en el movimiento que acabó derribando al Antiguo Régimen: la Revolución francesa. Eso es una herencia. Por progresista, herencia unitarista o antifederal.
Que parece que hay que decirlo todo.
[1] Lo voy a citar de la reveladora antología que trae S. Petschen, Las minorías lingüísticas de Europa occidental: documentos (1492-1989), Vitoria-Gasteiz, Eusko Legebiltzarra-Parlamento Vasco, 1990, I, pp. 123-129.
Me vendrá maravillosamente bien esta entrada, Gaspar. Qué bueno encontrarla por aquí...
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