jueves, 1 de noviembre de 2012

III, 21. Demoaristocracias II


Mira que el mundo es tercamente aristotélico. Bueno, pues siempre hay, diríase que tras cada esquina rosada, un no menos tozudo platónico dispuesto a llevarse un chasco, un desengaño, una sofoquina. Echen un vistazo a esta brevísima nota de Miguel Ángel Ciuro Caldani: «La integración democrático-aristocrática». Lectura reveladora, publicada en el Boletín del Centro de Investigaciones de Filosofía Jurídica y Filosofía Social, 14 (1991), y que no es para matarse. Un par de páginas.
Emplea Ciuro Caldani el concepto demoaristocracia con un sentido idealista o platónico, tal vez de raíz liberal u orteguiana: una aristocracia surgida «de la escuela popular» y cuya «tarea» consista en «promover la igualdad de oportunidades» y «formar las nuevas generaciones» para alcanzar la democracia. Y va y lo aplica a su país. Que a pesar de ser Argentina es parte del mundo, o sea, tozudamente aristotélica. Sí: la demoaristocracia que sigue haciendo infelices a nuestros hermanos australes se asemeja a otras de las que ya he tratado aquí. O tira a peor.
Quizá por sí mismo el coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) no hubiera destacado en el hispánico panorama del militarote: el espadón de los siglos XIX y XX acostumbrado a intervenir en la política de Estados desestructurados o, como se dice ahora, fallidos, en que el Ejército resulta el principal de los partidos. Hablo de los espadones liberales y conservadores del XIX español, retratados por Galdós (Episodios nacionales) o por Valle Inclán (El ruedo ibérico), y de los milicos americanos que —lo diré al modo de García Márquez— no tienen quien les escriba. Pero sobre los que tanto se ha escrito en la novela del dictador, desde Facundo (1845) de Sarmiento, hasta La fiesta del Chivo (2000) de Vargas Llosa, pasando por Tirano Banderas (1926) de Valle o El señor Presidente (1946) de Asturias.
Coincidiendo con la publicación simultánea nada casual de tres de esas novelas, Yo el Supremo (1974) de Roa Bastos, El recurso del método (1974) de Carpentier y El otoño del patriarca (1975) de García Márquez, se murió Perón. Había viajado de la cárcel al palacio, presidido tres veces Argentina, vivido dorado exilio franquista y madrileño tras ser derrocado por sus camaradas golpistas. Lo sucedió, según mandan los cánones, la vicepresidenta de la República: nada casualmente tampoco, su viuda, la ex bailarina María Estela Martínez de Perón, Isabelita para la historia y la histeria —«No llores por mí, Argentina…»— nacionales. A Isabelita la acabaron echando sanguinarios y torpes militones. Una costumbre en la demoaristocrática familia.
Siendo agregado militar de la embajada argentina en la Italia de 1939-1941, a Perón lo fascinó el fascismo: el «ensayo de socialismo nacional» mussoliniano. Pero el general tampoco destacó por eso entre sus pares espadones del XX, un cuartel repleto de nacionalsocialistas de izquierechas, como hoy el Chávez venezolano. Lo que hace singular a Perón es conocer un buen día a cierta actriz que terminaría metamorfoseada en mito: María Eva Duarte (1919-1952), Evita para la historia y la histeria —«No llores por mí, Argentina…»— nacionales.
Evita acompañó a su esposo en aquellas vueltas justicialistas —«alpargatas sí, libros no»— por entre el árbol del bien y del mal del paraíso sindicalista, militarizado y nacionalista que se bautizó peronismo o justicialismo. Es que de la faz de la tierra el fascio de Hitler y Mussolini acababa por fin de ser borrado, y en 1946 como que feo quedaba llamar fascismo a la mezcla de sindicalismo, militarización y nacionalismo en que consiste todo fascismo.
El matrimonio de Perón y Evita gobernó la República como una tribu moderna: patriarcal y matriarcalmente. Se dice que otra víctima de tal demoaristocracia, Borges, declaró que el peronismo no era bueno ni malo: solo incorregible. El justicialismo pretendió agraciar a Borges con el puesto funcionarial y espeso de inspector de aves, mientras que la autobiografía La razón de mi vida (1951), firmada por Eva Perón, fue impuesta como libro de texto en los colegios todos de la patria.
Es que la escuela popular argentina iba a rehacerse no con aristocracias democráticas, según pretende Miguel Ángel Ciuro Caldani, sino con mala literatura de la peor demoaristocracia.

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