La Historia es una amalgama de relatos a cual más inverosímil a ojos de las sucesivas generaciones que los van leyendo. Miren si no: a finales del siglo XV, los reinos de Portugal y Castilla —que se acababa de confederar con el de Aragón, razón por la cual no tiene que volver a hacerlo— eran las dos principales potencias mundiales. Un cuento con (y sobre) un par. Como para creerlo ahora, incluso desde este rincón de la Unión Europea en retroceso.
La I + D + i que en su laboratorio de Sagres impulsó Enrique el Navegante dotó a los portugueses de una extraordinaria tecnología marítima. Con ella costearon África, sembraron su litoral de colonias y llegaron a recónditos lugares de Asia. No menos avanzados y avezados, los castellanos aprovecharon la dirección de las corrientes del Atlántico, que desde el natural portaviones de las Canarias favorece el viaje hacia el oeste, para alcanzar el Caribe, donde no sin razón aseguraba el comercial Colón haber recuperado el perdido Paraíso. En el cruce de los siglos XV y XVI, Castilla y Portugal libraron una guerra fría en los océanos: más allá del fin del mundo, sus frágiles y resueltas naves desgarraban el miedo y el misterio. El de las exploraciones y los descubrimientos hispanolusitanos es otro relato historiográfico que hoy se antoja inverosímil.
En aquel enfrentarse tan marítimo como soterrado, herramientas estratégicas de primer orden fueron los mapas. Expertos pilotos los trazaban paciente y secretamente, a medida que las proas de sus embarcaciones iban adivinando los contornos costeros de lugares extraños, extranjeros y extraordinarios. Los viejos relatos fantásticos y míticos iban reorientándose hacia las nuevas cartas de navegación (llamadas entonces de marear) y los mapamundis. El dibujado por Juan de la Cosa en 1500 es el primero de los conservados que cartografía la faz de América. Setenta años después, el Atlas portulano de Joan Martines, que custodia la Biblioteca Nacional de España, apenas dejaba resquicios a la imaginación: el mundo era un lugar ancho, pero ya no ajeno.
En todo caso, europeo. Las riquezas procedentes de los territorios de ultramar de Portugal, de España, de Inglaterra, de Francia, de Alemania, de Holanda, de Bélgica, de Italia, de todos los países que en los últimos quinientos años crearon imperios, constituyeron la infraestructura sobre la que asentar la cultura y la ciencia en Europa. También su cartografía.
Llama la atención que, en lo que podríamos llamar la retórica del mapamundi, Europa ocupe siempre el centro del espacio cartografiado. Pasaba desde hacía siglos. No en vano habían bautizado los romanos su amplia laguna particular como Mar Medi Terraneum: el del centro de la Tierra. Antes y después, los mapas históricos revelan que, desde los babilonios, quien los dibuja pone a su barrio en medio del mundo. Como si dijéramos: el narcisismo del cartógrafo. Que parece no tener fin: el meridiano cero o base, que decreta el inicio del día universal, las noches náuticas, los husos y costumbres horarios, el cumpleaños de Papá Noel, lo que fuera que mandaren los regidores del mundo en el siglo XIX, fue cosido al globo terráqueo por los anglosajones. Su nombre de pila, Greenwich (Reino Unido): desde 1884, el kilómetro cero de la Humanidad. Sin éxito se opusieron Francia —más bien partidaria del meridiano de París— y dos herederos de los mapamundis ibéricos: la República Dominicana y Brasil.
Tras la deseuropeización de la segunda mitad del siglo XX, seguimos contemplando mapamundis eurocéntricos. Un espejismo que mantiene a los europeos en la percepción de ser el ombligo del mundo. Desde 1945, ese es otro relato inverosímil. Que trae consecuencias de las que postearé otro día, aunque avanzo una: la cada vez más arraigada costumbre europea del lamento y el pasabola de responsabilidades.
Siempre, por ejemplo, quedará a mano un Juan de la Cosa a quien echarle la culpa del espejismo mapero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario