¿De qué lugar de La Mancha o de la magia brotaste, Andrés Iniesta? ¿Qué sabio encantador transformó tus pies en manos? ¿Qué diseñador de videojuegos te inventó para que superaras sobre un césped tridimensional a Oliver Atom? Fabricador de fantásticas y fabulosas antologías de jugadas, ¿de dónde saliste? ¿Del bosque aquel en que a pique estuvo de liberarte un tu viejo paisano? No, que ese era otro Andrés, que en el capítulo IV del Quijote recibía más palos que Iniesta de impetuosos, inoportunos e impotentes defensas.
Nadie sabe nunca cómo, el balón busca siempre a Iniesta. Es que le susurraron que ningún otro lo trataría mejor. Da lo mismo que le llegue al pie derecho o al izquierdo. Enseguida, acariciándolo diestro y siniestro, Iniesta lo cambiará de pie como un prestidigitador que hace invisible el naipe entre manga y manga o como un pistolero que revuelve el revólver entre mano y mano.
Nadie sabe nunca cómo, la cal de la línea respeta siempre a Iniesta. Es que le inscribieron que ningún otro la acompañará rozándola sin permitir que la bola salga. Da lo mismo que la línea sea de córner o de banda. Enseguida, sobrevolándola seguro y veloz, Iniesta conducirá el balón sobre ella como un mínimo ingeniero que con tiralíneas traza un diseño perfecto, o como un funambulista que sin red se mece sobre un alambre inverosímil.
Nadie sabe nunca cómo, toda serie de contrarios que rete a Iniesta saldrá escaldada de regates. Es que les explicaron que con ningún otro se cumple esta inexorable ley física. Da lo mismo que la serie sea de centrocampistas o de zagueros. Enseguida, derrotándola armonioso y artista, Iniesta sobrepasará a uno matando el balón y volviéndolo raudo a la vida, con un túnel a otro, amagando ante el próximo con dirigirse hacia cualquiera de los trescientos sesenta grados de un círculo feliz y fatal, y saliendo por cualquiera de los trescientos cincuenta y nueve restantes, como un geniecillo inconsciente y divertido, o como un tornado caprichoso que se sabe señor de todas las nubes, de todas las parcelas, de todos los senderos.
A Iniesta y a Xavi, coinventores de Messi, les pasará seguro lo que a Borges: que nunca les darán el Nobel. Digo, el Balón de Oro, de por sí una horterada que implica concebir el fútbol como deporte de individuos idiotas o aislados con afán de estrellar pelotas en una red. Se acabará diciendo de esa cosa lo que de la otra: que al Nobel nunca le dieron un Borges. Un Balón de Oro sin Xavi o Iniesta se convertirá en un premio menor: el que se otorga a un argentino estratosférico cada año, ritual de rigor, o el que un día se regale a un portugués que salta al campo como para desfilar por la pasarela Cibeles o como un crío consentido y enfurruñado, con el día tonto en el jardín de infancia.
Pero a lo que íbamos: que, al margen de premios volanderos, el arte eficaz aunque efímero. Sin verbos; y apellidado asimismo magia. Y que nadie sabe nunca cómo, pero este mago de la Mancha que le dicen Andrés Iniesta siempre está ahí. Es que Iniesta no es un futbolista. Es una premonición.
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