De unos siglos acá, las regiones montañosas traen quebraderos de cabeza. Y de cabezas. A algunos les da en aquellos lares por desafiar precipicios, sortear barrancos y escalar, como poco, hasta las cimas. A veces se la pegan. O hay que mandar a los bomberos o a los guardias a bajarlos.
Otros ascienden a los pisitos más elevados del escarpado terreno para regenerar los pulmones con aire puro. Y purificarse pero que enteros. Cual pájaros contemplan entonces a sus congéneres así de mínimas presas manipulables, las lindes de los campos, las lindezas del paisaje que va convirtiéndose en país a medida que se gana en perspectiva. Estos montañistas de fin de semana y del fin del mundo, según se alejan del ruido urbano y ganan altura, van transformándose en diosecillos menores. Otro quebradero de cabeza; en lontananza, claro.
Luego están los que, atendiendo al reclamo divino, se enmochilan, orean, inspiran y espiran con exageración, expandiendo sus ánimas una barbaridad: a punto de recibir la palabra revelada en el pico más alto de la región de marras. Estos profetas o mesías —que aquí también hay grados— llevan de serie, apuntado en su agenda senderista y luminosa de ejecutivos de la trascendencia, preparar un happening de no te menees. El quebradero colectivo de cabeza por antonomasia. La tormenta perfecta.
En nuestra santa tradición judeocristiana, el Moisés del Éxodo configura el arquetipo de profeta montañero, no menos que el de aquel bífido borgesiano que era, a la vez, traidor y héroe. Si los faraones egipcios se hubieran dejado de tanta pirámide y promulgado una Constitución, Moisés habría jurado defenderla. Prefirió las Tablas de la Ley que, elaboradas con maciza roca de montaña, como que durarían más. Una tarde lo citó Yavé en su despacho, que quedaba la tira de alto, y Moisés se subió raudo a ver al Jefe. Una caminata. Se lo encontró en forma de llamarada, porque las ideas estas tan abstractas (Dios, Pueblo, Nación) o se explican con palabras rudimentarias en clase de formación del espíritu nacional, de catequesis parroquial, de inmersión lingüística o así, o es que hay que verlas para creerlas: un incendio controlado allá, Dios; una manifa acá, el Pueblo; un idioma allí, la Nación. Con esta sencilla simplicidad es que ya se entiende todo. Por eso mesías y vírgenes, cuando bajan de montañas y cielos, seleccionan pastorcillos para darles la charla.
Criatura del faraonato, Moisés lo traicionó para hacerse el héroe por el desierto. Traía de las alturas sus diez mínimos mandamientos: esculpidos en piedra, eran la Ley, con mayúsculas de Montaña: ¿para qué tribunales? Convocó a una muchedumbre para hacer senderismo por las arenas: el Pueblo en marcha, por más señas el Elegido. Prometió unos terrenitos al otro lado de las aguas, et voilà: la Nación. Si a mano hubiera tenido unas telas, habría inventado la Bandera.
Desde entonces abundan los imitadores del arquetipo. Con pocas piezas basta para montar el puzle, ya digo: imprescindible, una montaña. Luego, un tipo que se aburre lo suyo en el despacho —que si tantas reuniones soporíferas, que si tanta gestión y tantas leches…— y necesita escalar algo y que le siga un gentío. Por fin, un personal que las pasa canutas porque le cierran la empresa y el ambulatorio, le suben los impuestos, la tarifa de la luz y el euribor, y toda su esperanza son palabros de videntes de la cosa: que dentro de un quinquenio esto mejora, seguro, tron, aguanta…
Nietzsche, que se parecía a nuestros expertos económicos en que no era la alegría de la huerta y en que era alemán, reconfiguró el modelo judeocristiano del Señor de la Montaña. Es que Dios había muerto; o sea, que la política había sustituido a la religión. No en incremento de racionalidad, claro, que para eso faltan otros milenios, sino en que las cosas del creer se iban a cocinar a partir de ahora en los Partidos. En la de Así habló Zaratustra, el prota de Nietzsche se sube a la montaña y allí cavila, pontifica, promete el superhombre, el eterno retorno de los superhéroes del cómic, el gran salto adelante… Lo que fuere.
Luego, un generalísimo mandó alzar —que él, aunque bajito, se alzaba mucho— la Abadía del Valle de los Caídos. Sepulcral, siniestra y faraónica. La concibió para tener excusa de subirse los findes patrióticos a la montaña y presidir Consejos arcangélicos entre gigantescas estatuas de los evangelistas, que el general bajito encargó a un escultor con nombre de místico, Juan de Ávalos, pero que había sido republicano y socialista. Ávalos hizo un apaño de materiales y ahora las estatuas se disuelven a pedazos, de modo que no habrá que dinamitar el Valle de los Caídos: como su propio nombre indica, se cae solito. Hasta aquella montaña subían falanges del Frente de Juventudes, ex combatientes, el Movimiento que alegre y marcial cantaba aquello de «Montañas nevadas, banderas al viento…».
Sobre el modelo judeocristiano se había alzado mucho antes el Monasterio de Montserrat, cobijo de frailes a los que un exceso de celo y castidad transformó en recalcitrantes nacionalistas catalanes. Porque el hecho diferencial de un terreno montañoso con lengua propia es que allí los curas mandan más que en otros lares. La Iglesia daba misa en latín, pero adoctrinaba en catalán o en vasco para frenar la herejía de la Revolución francesa. Parar la modernización.
En el sacro Montserrat se refugia la Moreneta, cuya parodia empezó a costarle el exilio al irreverente Albert Boadella, catalán pero librepensador. La Moreneta inspira con sus designios de virgen mediadora el Movimiento soberanista de los Països Catalans, que desde arriba de la montaña se adivina que va desde el Rosellón francés hasta las lindes de Murcia, pasando por Andorra, Baleares y algún lugarcillo de la República italiana. Vamos: el antiguo Reino de Aragón, neocandidato —lo dicen los libros de texto de la catequesis catalanista catetizadora— a entrar en la Unión Europea, que es como llaman hoy al Sacro Imperio Romano Germánico.
En los pasos de Jacinto Verdaguer, a Jordi Pujol le encantaba subirse a la Pica d’Estats, techo de Catalunya. En su demoaristocrática familia se mantiene la costumbre: un hijo suyo y su nieto, atrapados en un barranco, fueron rescatados por la Guardia Civil en 1998; «imprudentes excursionistas» les dijo El País. Artur Mas, el temporal testaferro del legado, lleva de subidón montañero unas semanitas, haciendo de traidor y héroe, hasta que lo bajen la terca realidad, el fiscal general del Estado, los indicadores de paro y pobreza de la Comunidad Autónoma de Cataluña o, menos probablemente, una repentina recuperación del mítico seny atribuido a los habitantes empadronados y con derecho a voto en ese territorio español.
Habitantes que podrían pedir al mosén Artur que se baje de la montaña, que ya es lunes. O que se deje de quebraderos de cabeza para entrar como sea en la Historia, sitio incómodo hasta decir basta, que es que allí no cabe un alfiler ya, y se coja el lapicerillo de cuadrar cuentas, cerrar embajadillas, clausurar canales telepredicadores, chapar aeropuertos fantasma, y reabrir hospitales, colegios y otros lugares aburridos o de civilización.
Que se ponga de una vez a trabajar en el coñazo ese de la gestión político-económica, collons.
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