Extraordinario
servicio, con perdón, prestaron Pierre Alzieu, Robert Jammes e Yvan Lissorgues
cuando, allá por 1975, compilaron una benemérita Floresta de poesías eróticas del Siglo de Oro. Servicio a la
filología y a la cultura española, tan tenidas por mojigatas. Con sus decenas
de poemas, la colección que en siguientes ediciones fue retitulada Poesía erótica del Siglo de Oro (PESO, para los amigos), desmentiría a
quienes pensaban, y siguieran haciéndolo, que España había sido territorio
yermo para las letras sexuales. Sin ir más lejos, otro francés, Alexandrian,
que aún hace nada lo sugirió en su tan incompleta Historia de la literatura erótica (Barcelona, Planeta, 1990).
Algunos meses
llevo escrutando, cuando la curiosidad vence a la pereza, las intrigantes relaciones
pictóricas y literarias entre canes y señoras. Ut pictura poesis, que metrificó el
otro. Cumpliendo con su obligación secular, cuando se les pregunta van los
textos testimoniando un sentido sexual de la voz perro y
sus anexos y derivados. Significado durante siglos sostenido, al menos desde
Francisco
Delicado hasta finales
del XIX. Lo que ayuda quizá a explicar la insistencia de los pintores en la
prototípica escena de dama acompañada por perrillo que —cazadora más o menos constante
por el túnel del tiempo del arte visual, ecfrástico y verbal— va persiguiendo esta
serie I de Literaventuras: de Courbet
a Tiziano, o al revés, sin olvidar las correspondientes ecuaciones
derivadas.
En el poema 83
de PESO, cierta dama libre, sabia y juguetona
entona un do ut des sexual ante Pedro,
que queda transformado, por mor de pase fonético-mágico, en exótico pájaro-can.
Es la magia que hermana los nombres del amante deseado, Pedro, y de dos mascotas, periquito
y perro, tan atestadas de prometedora
semántica de doble sentido:
Dámelo, Periquito, perro.
Periquito, dámelo.
Dame aquello
que tú sabes,
y yo te daré
otra cosa,
para jugar muy
donosa,
juntamente con
tus llaves;
darte horas
suaves,
cuando me las
tome yo.
Dámelo, Periquito, perro.
Periquito, dámelo.
Si te lo doy,
me lo das;
me harás vivir
muriendo,
los miembros
estremeciendo,
saliendo de su
compás;
y si aprietas
por detrás,
con eso me
güelgo yo.
Dámelo, Periquito, perro.
Periquito, dámelo.
Aquel juguete
te pido
que compraste
a la villa,
que come como
polilla
cuando torna
denegrido,
donde está el
blanco metido
con que me
afeito yo.
Dámelo, Periquito, perro.
Periquito, dámelo.
Pedro, cuando
me lo des,
tente bien
sobre los brazos
y dame besos y
abrazos
afirmándome en
los pies;
por una vez y
por tres,
no lo saques
fuera, no.
Dámelo, Periquito, perro.
Periquito, dámelo.
Para explicar
esas llaves del verso 6, los antólogos
de PESO remiten al poema 81, «Caldero y llave, madona, / jura Di, per vos amar, / je voléu vos adobar…», en que un
calderero —nuestra Filología juguetona y aventuresca permitirá que le llamemos
Pierre, ¿por qué no?—, compatriota de tales editores, va por ahí vendiendo sus polisémicos
servicios a las damas. Y en consecuencia promete: «Je vos pondré una clave /
dentro de vuestra serralla, / que romperá una muralla / nin jamás non se
destrave» (vv. 4-7). Podrían también haber mencionado los antólogos el poema 82
de PESO, «Soy toquera y vendo tocas, / y tengo mi cofre donde las otras». La
voz femenina que canta aquí, describe su cofre: «Es chico y bien encorado / y
le abre cualquiera llave, / con tal que primero pague / el que le abriere el
tocado» (vv. 3-6).
Son textos que
se unen a la tradición, de procedencia provenzal, de la llave de apertura de
cualquier cofre o maleta, tradición tan bien narrada o documentada por Aurora
Juárez Blanquer («“Estuj”,
“maeta”, “cofre”: su alusividad en las literaturas románicas», Estudios Románicos, 4 [1987-1989], pp.
665-675). Y motivo que sumar a los muchos que acumularon aquellos cientos de «Practicantes
del ingenio sexual», antepasados nuestros.
La memoria o
imaginación me devuelve ahora, del salón en el ángulo oscuro, la visión del arcón
de Tiziano, arrinconado en su Venus
de Urbino o Venus del perrito. A ver si es que nuestro amigo pintor estuvo
al tanto de la clave de esta llave.
Y los mirones
sin advertirlo.
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