Avezado viajero por las líneas de alta velocidad
de los subterráneos pancrónicos de la historia, Francesillo de Zúñiga podía
simultanear el rollo catalano-leonés y veraniego de Máximo Lima Ferrer, con cierta entrevista al sur de Despeñaperros,
uno de aquellos topónimos que el esperpento dictaba, de rato en rato, al mapa. Que
acababa de girar nueva visita por Andalucía. Meses
antes se había prometido el de Zúñiga darse un garbeo por las tierras que
bañaba el Betis, tras leer aquella afamada
carta intitulada «Divinas palabras», que el ex interventor de Al Andalus redactó para largar sobre el caso de
los ERE de falsa moneda. Supuso Francesillo que aquel alto funcionario de la
cosa del gestionar, que a pesar de todo intertextualizaba a lo Valle-Inclán, no
más se hallaría en el Coto de Doñana, reducto de especies en vías de extinción.
Pero los acontecimientos se precipitaban tan
rápidamente en los veraces periódicos, reducidos a secciones de sucesos, que los
ERE de aquella manera habían sido de nuevo ocultados por el PSOE-A, que en
trance se hallaba de ser recreado por El Aparato. Cruzando Despeñaperros, nuevas llegaron a
Francesillo de que Susana Díaz iba a heredar la Junta de
Pepe —que José Antonio quedaba como
facha o feo— Griñán. La presentación, en septiembre. Eso sí era manejar los
tiempos: a la candidata, que avanzó durante diez años por la carrera de
Derecho, septiembre siempre le pareció el mes idóneo para presentarse a lo que
fuera.
Había, pues, que relatar, antes del siguiente
escándalo, el proceso de primadas del Partido. Y si aquello no resultare
empresa imposible, explicarlo. «Primarias», corrigió a Francesillo un
secretario provincial del Movimiento socialista con el que departió
amigablemente. «¿Vuecencia y un servidor parlamos de lo mismo?». «El Partido es
la organización con mayor democracia interna de España»: el secretario recitaba
de memoria el argumentario de la Secretaría de Catequesis y Comunicación. «Tan
interna que ni con lupa se aprecia», repentizó el de Zúñiga, avezado disputador
en los coloquios cortesanos de ingenio y, según aseveraba, «reformador de los locos y enemigo de necios». «Se ve que es usted el bufón de la corte de Carlos V,
aniquilador de la rebelión popular de los Comuneros. Por ahí comenzó La
Derechona sus intrigas».
Por larga experiencia tenía averiguado Francesillo
que nada hay más inestable que el pasado. Todo responsable político se afanaba
por reestructurarlo. La gente solía creer que la casta era de aferrarse mucho
al sillón por las prebendas y los aforamientos medievales, donde «le serán guardadas sus buenas costumbres y previlegios y órdenes»,
apuntaba el de Zúñiga. Otro más digno, empero,
era el objetivo. La casta iba acumulando trienios de arbitrariedades,
corrupciones y mentiras para hacer méritos inmortales: cualquier ministro
partitocrático, incluso un mísero diputado de a pie, pretendía recepcionar una
propuesta de José Manuel Lara para escribir, esculpir o escupir, según las
habilidades de cada quien, unas Memorias.
Alfonso Guerra, José Bono, un suponer,
que decimos en Carabanchel Alto, habían dedicado muchas horas de su tarea
de probos gobernantes a taquigrafiar los sucesos que se eslabonaban en sus
limpias trayectorias, a la espera paciente del encargo. Es que el señalado por
el destino editorial y cósmico de Planeta percibía suculentos derechos de autor,
todo esto en A, y la patente de corso para modificar el pasado, habida cuenta
de que el presente no había quien lo transformara y de que el futuro quedaba
siempre como tarea pendiente para mañana.
«Primadas, pues olvida vuecencia que para una vez
que dejaron votar a la militancia, el Aparato se cargó al elegido por las Bases»,
insistió Francesillo ante el Secretario Provincial. El mero recuerdo de Borrell
disparó el argumentario del secretario, quien siguió haciendo méritos ante la imagen
ominipresente de José Manuel Lara, que podía aparecerse en el momento más
inesperado: «Hemos convocado un proceso en que los militantes y las militantes
han ejercitado su derecho a decidir con total libertad».
Su nombre comercial, primarias, lo tomaban las primadas del mecanismo bien primario que
las sustentaba, y que el caciquismo de la II Restauración borbónica había
legado a la III. Seleccionada por los dioses la persona humana más acorde con
sus designios, El Aparato convocaba, deprisa y corriendo, las presuntas
elecciones, a celebrar un día de estos, pero en julio, con las calores. La
democracia digital, o dedazo, hacía
el resto: si bien los francotiradores de la militancia que no aspiraban a ser
llamados un día a sentarse a la derecha de José Manuel Lara, daban su aval por
libre, la mayoría quedaba a lo que augurara El Aparato, que no está uno / una
toda la vida pegando carteles, poniendo sillas en los mítines, abonando cuotas,
asistiendo a asambleas, voceando por el megáfono, para que por una tontá te
frenen tan prometedora carrera política.
«Al final, los otros candidatos no hicieron
dación de sus avales, temiendo el corte y confección de listas negras»,
protestó el de Zúñiga. «La compañera Susana ha sido elegida legítimamente». «Una
apuesta segura a caballo ganador». «Le exijo que concilie su libertad de
expresión con el respeto a la igualdad de género: caballo ganador / yegua
ganadora». «Era dicho que no conocía. Ya me lo apunto». «Es usted prototípico
representante de La Derechona: desprecia cuanto ignora». «¿Citando a Antonio
Machado?».
«Antonio Machado es un apócrifo de Alfonso
Guerra».
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