Cuando no es por la manía rural o nacionalista, esa que transforma en
proyectiles las piedras que alzaron las lindes de unos terruños, ¿por qué causas
seguiremos matándonos? Incluso «en pleno siglo XXI», si lo digo tirando de esa tan
ingenua coletilla que enseguida brota en los labios de los practicantes de la
superstición del progreso. Uno da vueltas al asunto y acaba concluyendo lo
de quienes acatan esa y las demás supersticiones: que por los
símbolos. Lo mismo da: una Palabra revelada que llega desde el cielo, bajo el
paracaídas cosido por algún dios intacto e invisible sin remedio; una bandera, una
viñeta, un mito fundacional, una ficción relatada como los dioses mandan. En ARAS de sintetizar, y poniéndome jungiano, un
universal.
El camino del Espíritu es el de los universales. Camino cíclico, como la
muda de la piel de las serpientes. Senda sinuosa, como el dibujo ágil y
espasmódico del reptar en las serpientes. Trayecto lento y largo, como una
serpiente. El camino del Espíritu es el de los universales.
Comparar es relativizar. La comparación lógica (como...) y la mucho más compleja comparación mágica o poética (la
metáfora) advierten que el mundo es una pluralidad sólo aparente; también, y
sea paradójico, que lo real ofrece tantas caras como ojos que observan. Quizá
si escribo ahora sobre el término de comparación que he escogido, sobre las
serpientes, pueda alumbrar algo ese camino que recorre el Espíritu —por la serpenteante
cadena del ADN— a lomos de universales. Lo veré, al menos, desde otra
perspectiva. O contemplaré uno de ellos. Al hilo, claro, de ciertas
lecturas. Las magníficas y reveladoras obras de Theodor H. Gaster, Mito, leyenda y costumbre en el Libro del
Génesis (Barcelona, 1973) y de James G. Frazer, El folklore en el Antiguo Testamento (Madrid, 1981), así como ciertos
textos cosmogónicos: Poema de Gilgamesh,
ed. F. Lara (Madrid, 1980); Textos
literarios hetitas, ed. A. Bernabé (Madrid, 1979); Poema babilónico de la Creación. Enuma eliš, ed. F. L. Peinado y M.
G. Cordero (Madrid, 1981); Himnos védicos,
ed. F. Villar Liébana (Madrid, 1975); El
libro de los muertos de los antiguos egipcios. Primer libro escatológico de la
Humanidad. Seguido de El Bardo Thodol. Libro tibetano de los espíritus del más
allá. Guía espiritual de iniciación en lo desconocido, ed. J. B. Bergua (Madrid,
1978). Ustedes dirán: la nave del misterio. Atribuyan
la asociación, si quieren, a que Iker Jiménez pasó por mis clases en sus
tiempos universitarios. Clases de radical racionalismo en que apliqué —y hoy
más que nunca sigo haciéndolo— el principio de que peor que no haber leído un
libro es haber leído Uno solo.
Pero no nos despistemos. La serpiente simbolizó el caos inicial en las
figuras sumerio-babilonia de Tiamat y en la hebrea de Rahab. «Fulminarla y
decapitarla equivale al acto de creación», afirma Mircea Eliade en El mito del eterno retorno. Arquetipos y
repetición (1951). Yavé, Marduk o —como enseña el Rigveda— Indra, llevarán a cabo esa tarea frente al maligno animal,
que ha perturbado la sensibilidad de nuestra estirpe a lo largo de los miles de
años en que, arando terrenos y talando bosques, llevamos topándonos con él.
Como la serpiente es «la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera Yavé»
(Génesis, III, 1), sintetiza o —lo
que es peor— simboliza el poder demoníaco opuesto a la divinidad: la fuerza de
las tinieblas disputándole jerarquía a los padres de la luz, del relámpago y
del día. Oposición extensa y continua, pues este reptil es el «que no conoce
reposo» (Poema de Gilgamesh, XII, 2).
Así que, a medida que de la agricultura logramos a duras penas pasar a la
cultura, el dichoso bicho —sea serpiente o dragón, escorpión o cocodrilo— se
recarga con valores y abalorios que hacen de él uno de los personajes más
relevantes de las narraciones cosmogónicas, desde Babilonia hasta Egipto, de
Israel a Grecia, y de todos estos pasados hasta hoy. Queda, pues, el odioso
reptil elevado a la categoría de arquetipo: La Serpiente. Un arma cargada de
futuro.
En uno de esos tiempos venideros, que luego, en cuanto te descuidas, gastan
la costumbre de convertirse en pasado, el conde de Volney pintará la serpiente como
capitana del zoológico perverso del zodíaco tenebroso. Una triste gracia. Fue
anteayer —digo, en el siglo XVIII—, concretamente en el capítulo XXII de Las ruinas de Palmira:
Como ha de haber una cabeza en toda parcialidad rebelde, la cabeza del
cielo de invierno, imperio subterráneo de tinieblas y tristeza, y de sus
astros, pueblos de ángeles negros, gigantes o demonios, fue un genio perverso,
atribuyendo cada pueblo la primacía a la constelación más notable para él. En
Egipto fue el escorpión, primer signo del zodíaco después de la balanza, y
cabeza, largo tiempo, de los signos invernales; luego le sucedió el oso o asno
polar, llamado Tifón, esto es, diluvio, a causa de las lluvias que inundan la
tierra mientras domina aquel astro. En Persia, en una era más reciente, fue la
serpiente la que con nombre de Ahrimán fue fundamento del sistema de Zoroastro;
la misma, cristianos y judíos, que vuestra serpiente de Eva, la virgen
celestial.
La misma, en efecto. Lo cual no impedirá a animistas, cristianos, judíos,
musulmanes y quienes vayan sucediéndolos, mantener la no por superficial
arraigada costumbre de verse muy distintos. En el lado opuesto siempre de la
linde que sea menester alzar contra el otro.
Que por supuesto es el que se arrastra, echa fuego por la boca o clava
aguijones como panes.
Dejó escrito Plinio que la serpiente era un animal funesto que segrega bilis negra. Maligno reptil al que si le atribuyen alguna virtud es cuando perece; por eso Mexía sobre la víbora atestigua que cuando viva, mata y cuando muerta sana. Y leas lo que leas sobre ello, mas de lo mismo. Excelente tu post, como es habitual. Y espeluznante. Un abrazo.
ResponderEliminarPlinio y Mexía: magníficos compañeros. Lo que vamos nosotros aprendiendo, ya lo supieron ellos. Otro abrazo para ti.
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