En el Descanso I, xv de su Marcos
de Obregón (1618), relata Espinel cómo su
protagonista topó con «un culebrón» que, «como supe después, a cuantos pasaban
acosaba». El pasaje describe una de tantas peleas contra el áspid como la mitología
y la literatura registran:
arrojéle una piedra, no pensando que sucediera lo que
sucedió, que como la piedra iba por el aire, corrió más que la culebra, y diola
en el espinazo, de que volvió con tal furia contra mí, que si no me pusiera de
la otra parte del camino, dejando en medio mucha arena, lo pasara mal […] [pues]
no se atrevió atravesar el camino; pero cuanto yo más corría por la una banda,
ella corría por la otra, con más de una vara de cuello alzado de la tierra,
vibrando la lengua muy apriesa, y haciendo cinco o seis de ella.
Esta «persecución de la culebra»,
continúa rememorando Marcos de Obregón, «me tenía sin aliento, lleno de sudor y
cansancio. Los silbos no eran formados ni agudos, sino bajos y continuados,
casi al modo que pronunciamos acá las XX», dato que los gramáticos históricos
han aprovechado para caracterizar el dialecto andaluz del siglo XVII. Obregón termina
así de relatar su pelea con la serpiente:
Llegué a una parte del camino, a donde había piedras para
tirarle. Paréme, así por descansar, como por aprovecharme de las piedras; pero
ella viendo mi temor, quiso pasar por la arena para acometerme, por donde tuve
yo esperanza de librarme de ella; porque en entrando no pudo […] moverse sino
muy poco: animándome lo mejor que pude, le tiré tantas piedras, que casi la
vine a enterrar en ellas, y acertándole con una, después de haberle escupido
muchas veces hacia la cabeza (que es veneno contra ellas) la acerté con una
piedra media vara más arriba de la cola, donde tiene el principal movimiento,
de que no pudo menearse más, y acudiendo con otras muchas, le majé la cabeza, y
me senté a descansar.
Hora es de ir regulando el camino hacia el teorema que voy persiguiendo: el
Bien siempre triunfa. (Al menos, es lo que sostiene otro arquetipo culpable de
tantos desengaños.) Y el Mal, ya se sabe, repta. El dios de la Tempestad
hitita, vencido al principio por el Dragón, termina derrotándolo, acudiendo,
además de a la fuerza, al engaño, según el texto titulado La lucha contra el dragón. Y Vichnú «libertó al mundo de la
ponzoñosa serpiente Calengam, y aunque mordido por ésta en un tobillo,
consiguió estrujarla la cabeza» (Las
ruinas de Palmira, cap. XXI), al decir del Volney traducido por un laísta.
El dragón, el cocodrilo, la serpiente constituyen entonces un bazar
de fuerzas maléficas, diabólicas, caóticas, de cuya derrota depende que los
dioses del sol y del orden asienten un universo sobre los pilares de la justicia
y del bien. Un mundo feliz: aquel en que fuere posible, como al fin experimentó
Marcos de Obregón, sentarse a descansar.
La regla es tan clara como previsible: siempre que tal orden se
desestabilice, tendremos de por medio un combate entre el dios solar de turno y
algún reptil. Aprovechando su ser proclive a tener pocos amigos, el áspid es,
en otros mitos, el guardián, como en pasaje de El viaje de los argonautas que ya mencioné. El culebrón del Marcos de Obregón, acechante en «un bosquecillo del Carpio», «en la ribera de
Guadalquivir», reproduce el mismo arquetipo: Gilgamesh y Enkidu se
enfrentarán al monstruo Humbaba o Huwawa, que vigila el Bosque de los Cedros (Poema de Gilgamesh, V), en lid que
vuelve sobre la sempiterna pelea, y que termina —cómo no— con la muerte
del monstruo, al que los héroes cortan la cabeza. Según Gaster, el querubín
colocado por Yavé a la entrada del Paraíso, y los hombres-escorpión que
Gilgamesh encuentra durante su viaje iniciático, responden a esa misma función
de la serpiente-vigilante. También un guardián-dragón de siete cabezas
custodiaba el Jardín de las Hespérides. Como segurata, la serpiente se reviste a veces de mensajero: un enviado
de los dioses que ya Frazer
registró en su libro.
Se mire por donde se mire, las coincidencias milenarias en torno a la
serpiente muestran que, habiendo construido tantas culturas diferentes expresadas
en relatos tan diversos, resultamos la mar de iguales: en ese fondo del mar
inquieto de cada uno de nosotros y de todos nosotros juntos. Igualdad profunda
—tan alejada de la superficial reclamada por los charlatanes de parlamentos y
plazas— que afecta a la constitución del cerebro humano y su manera de percibir
y reformular el mundo. Ésta, la más inmutable de las igualdades, regula
nuestros miedos, nuestros silencios, nuestros afanes.
Como —lo veremos precisamente para terminar— el supremo afán de vencer a la
muerte.
Sugiero que se imprecara a la maldita bicha con el "Canto para matar a una culebra" de Nicolás Guillén. Con tantos sensemayás y mayombés-bombés y moviendo el cuerpo con ritmo y al compás, quedaría confusa, aturdida y paralizada; buena ocasión para atizarla y liquidarla con otro canto mas contundente o lo que se tenga a mano. Si no se tuviera dotes para la danza o la música, como es mi caso, mejor salir corriendo. Un saludo,
ResponderEliminarPara los que no sabemos bailar, merece la pena recordarlo, en efecto:
ResponderEliminarhttp://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/guillen/poemas/poema_02.htm