Para Pep Alagarda,
otro partidario de la lógica implacable
Adepto
a la ecuación reductora lengua = cultura, ese extrañísimo legado
del Romanticismo, Iwasaki queda prisionero de su propio corralito
de contradicciones. Pronto, la ecuación dicta su axioma máximo: «La importancia
de una lengua no radica en el número de sus hablantes». De lo contrario, «el
chino y el hindi serían los idiomas más importantes del planeta. La aritmética
no debería tener la última palabra en materia cultural». Quiebro cumplido: el
argumento empieza por la lengua y termina por la cultura. En ese trayecto, la
lógica salta por los aires. Por ejemplo: si el chino no es uno de los idiomas
principales del planeta, ¿por qué cada vez más gentes, desde todos los rincones
del susodicho planeta, se empeñan en aprenderlo? Ah, sí: por la milenaria
cultura que atesora el juego estético de sus fonemas.
El
punto de partida, claro, está mal formulado: la importancia de una lengua no depende
del número de sus hablantes, excepto cuando sí lo hace. Qué significa entonces importancia en ese enunciado es lo que
debe aclararse. Si lo relevante es el criterio demográfico —o los asociados de
serie a éste: el económico, el político y el estratégico—, por supuesto que el
número de hablantes de una lengua es capital. De ahí el lamento de Mitterrand
ante González: «Lo
que sería Francia si tuviera América Latina». De donde quizá el curioso
hecho de que la Alliance Française ofrezca cursos de
español. Actividad a la que tampoco hace ascos el Goethe Institute:
por optimizar recursos será. El criterio demolingüístico y la consiguiente
escala de lenguas más demandadas modifican incluso los objetivos —expandir el
francés y el alemán— para los que la Alianza Francesa y el Instituto Goethe fueron
fundados.
Por
datos como estos no hay forma de cuadrar la decimonónica ecuación lengua =
cultura. Aunque Iwasaki, en su corralito, erre que erre: «un idioma supone una
cultura y una cultura supone una sociedad». Uy, casi casi… Al revés: una
sociedad supone varias lenguas y éstas una cultura. (Y una economía, y una
estrategia política, y.) Se mire por donde se mire, la dichosa ecuación es
reductora. Lo sabían ya quienes hace siglos pronunciaban el famoso adagio: primum uiuere, deinde philosophari. Por
eso suena a boutade de humor negro este exabrupto de Iwasaki: «en las
sociedades hispánicas un intelectual como George Steiner habría muerto
asesinado antes de terminar la secundaria por saber demasiado. ¿Quién habría
soportado a un niño que a los seis años ya había leído La Ilíada?». Mal discípulo de Borges sale aquí nuestro articulista;
pero yo a Iwasaki es que se lo perdono todo: de vez en cuando también dormita
Homero. No digamos si procede de una América aprisionada entre la pobreza que
generan las desigualdades fabricadas por un capitalismo allí especialmente
desregulado o asilvestrado, y la vida asfixiante e insoportable del Telón de
Acero caribeño y sus imitadores, los espadones nacional-socialistas. Pobreza
del infierno y asfixia del paraíso que han labrado, en forma de emigración
imparable, la expansión del español por Estados Unidos. La familia Castro, un
suponer, pasará a la historia no más que por eso: el efecto mariposa de que innumerables
voces anónimas huyeran del Edén, se asentaran en La Florida e impulsaran el vertiginoso
crecimiento del español hacia el Norte.
Lugar
de lógica atracción (los telones de acero se vencen y derrumban siempre hacia
el mismo lado) donde ese decrépito idioma que un día fue europeo, y que Iwasaki
se empeña en presentar en bragas, desmiente todos los complejos de
inferioridad: «Es verdad que somos más de 500 millones de hispanohablantes y
que en Estados Unidos los culebrones latinos y la Liga Española de Fútbol
tienen cada vez más audiencia», concede el autor. Detalle sin importancia (Es verdad que…) si se examina desde la
ecuación lengua = cultura, mundo de Yupi donde funciona el gratis total, pero esencial
para otra más ajustada a la vida. Pues que producir culebrones y abonar
derechos televisivos cuesta una pastizara, y no será difícil acordar que las
cadenas de televisión no son precisamente (ni por cadenas, ni por televisivas)
instituciones humanitarias. Si las de Estados Unidos están dispuestas a esas
inversiones es porque bien saben que el español es hoy una herramienta
principal de negocio: que en un país bilingüe como aquel, hay audiencia y
retorno de publicidad.
Los
guionistas de culebrones —que o nos ponemos estupendos o también serán cultura—,
encantados.
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