Enfrente siempre, la
serpiente. Los viejos textos cosmogónicos la mientan de continuo. También a
la hora sin horas de ansiar la inmortalidad. Gaster adujo el vocablo griego y
latino senecta, que tanto vale por ‘vejez’
como por ‘cambio de piel de una serpiente’, y recordó asimismo un dicho del
italiano moderno: «Ser más viejo que una serpiente», que sintetiza ambos significados.
Y Frazer constata que muchas culturas alimentan la creencia de «que con el
cambio anual de piel las serpientes y otros animales renuevan su juventud y son
inmortales».
Encuentro el fragmento más revelador de esta asociación en el Libro de los muertos egipcio. Si no el
autor del pasaje al menos el traductor que leo logró una espléndida adecuación
entre la idea que transmitía —la renovación constante y cíclica de un bicho
inmortal— y el modo de hacerlo, con secuencia rítmica de cadenciosa sintaxis. «Para
ser transformado en Serpiente», el muerto debe recitar el sortilegio LXXXVII:
Yo soy un Hijo de la Tierra. Largos fueron mis años... Yo me acuesto por la
Tarde: y renazco a la vida por la Mañana, según los Ritmos milenarios del
Tiempo. Yo soy un Hijo de la Tierra. Yo le permanezco fiel. Ora muerto, ora
renazco a la Vida. He aquí que florezco otra vez y me renuevo, según los Ritmos
milenarios del Tiempo.
Al decir de Frazer, también Sanchuniaton, autor de la Historia fenicia, creía que la serpiente era el animal de más
dilatada vida. De ahí a pensar que la serpiente es inmortal no queda sino un
paso. Lo dieron los egipcios, los mesopotámicos y los hebreos. Por la otra
parte del mundo, los arawaks, pueblo de la Guyana británica, relatan que una
vez el creador bajó a la tierra y los hombres trataron de matarlo —en un
paralelismo con el mito de... Licaón que transmite Metamorfosis, I, 163-252—, por lo que el deus creator les despojó de la inmortalidad que hasta entonces
habían disfrutado (¡aquella perdida Edad de Oro, admirado Hesíodo!), y se la concedió
a los animales que se arrastran, sí, pero mudando de piel.
La serpiente, pues, se hizo inmortal a costa de la humanidad. Engañándola,
como a Eva y Adán, o robándole la planta de la eterna juventud, como al
desdichado protagonista del Poema de
Gilgamesh, XI, 285-290:
Gilgamesh descubrió una fuente, cuya agua era fresca.
Descendió hasta ella y se bañó;
[mientras tanto] una serpiente olfateó la fragancia de la planta,
salió [del agua] y arrebató la planta.
Al retirarse mudó de piel.
Al advertir Gilgamesh lo ocurrido se sienta y llora.
No era para menos. Sin la planta de la eterna juventud, que muchos siglos
después seguirían persiguiendo unos españoles más allá del Océano, o sin el
fruto del Árbol de la Vida, el hombre quedaba condenado a morir. En los primeros
tiempos —que cuando no se enroscan y giran se dice son los más remotos—, la serpiente
supo aprovecharse de la inocencia humana para burlar a la muerte. Como un dios
acechante. Por eso le llamó el Génesis
el más sagaz de los animales. El más astuto.
Así pues, y por si le faltara algo, también atesoraba la sierpe el
conocimiento, la experiencia y la sabiduría. El dios-cocodrilo Sebek posee la
inteligencia y es el «Maestro de los adoradores del Santuario Oculto» (Libro de los muertos, LXXVIII). La
serpiente: el sabio animal. Que, cual Prometeo, enseñó a la humanidad el fruto
del conocimiento. Comiendo de este, el hombre se hizo igual a los dioses en
sabiduría, y de esta forma la serpiente pagaba el mal infligido al linaje
humano. Dios perdió en todo: los hombres y las serpientes le habían
desobedecido; encima, unos se le equiparaban en el saber y las otras en la vida
eterna. Comenzaba la Historia.
O daba inicio el castigo de unos dioses malhumorados.
Maravilloso.
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