Nuevas mandan
los voraces y veloces insectos mecánicos —antenas y ojos y patas de
alambre fino— de la NASA, que vuelan con rumbo de tiralíneas por entre el lóbrego negror
del espacio frío e infinito.
Que hay agua
en Marte, sépanlo todos.
Enseguida, avispados
emprendedores a quienes deleita la música celeste y planetaria, escrutadores del camino interestelar
de los astros extraordinarios, atisban una oportunidad
de negocio: cinco estrellas o muchas más se notan ahí fuera, a ojo de buen cubero
telescópico, pero les falta a todas un hotelito con encanto donde apartarse del
mundanal ruïdo y cultivar un huerto.
Intrépidos ingenieros diseñan entonces cohetes rapidísimos, cubículos cobijadores,
escafandras de mucho respirar, chips de artificiales mañas, robotizados
pinzones.
Hay que viajar
a Marte, que dan agua calentita.
Sesudos
informes de intelectuales con bata exprimen entonces cálculos infinitesimales
en infinitas hojas de Excel, que lo predicen con certeza indiscutible: el viaje
devengará siete meses y algún día de propina, y casi todas las fotos saldrán
oscuras. Sin contar siquiera que el combustible de los fogones siderales que
impulsarán a la argonáutica nave primeriza no podrá asegurar la vuelta. Ni será
—añaden— necesario el regreso, porque los atrevidos colones y
colonos de la hornada inicial sobrevivirán
sesenta y ocho días, sobre poco más o menos.
No importa,
que el agüilla, aunque mane indestilada del mineral chernobilizado y cobrizo, es gratis.
Raudos avisos
electrónicos propagan al fin la oferta: se precisan cuatro esforzados
aventureros, amantes de la gloria —o al menos de multicolores toboganes acuáticos
y montañas rusas de vértigo— que salten por vez primera sobre la ardiente arena
inhóspita del cruel Marte. Apenas se requiere experiencia previa.
No faltan
voluntarios que se alistan en las horas iniciales del llamamiento. Marte será
vencido, como ya lo fue la Tierra. Doscientos
mil heroicos suicidas forman —claro es que marciales— llamativa cola. Que,
total, ya puestos, lo mismo te da aguardar horas y horas, junto a otros inquietos
madrugadores, a las puertas de la tienda expendedora del ultimísimo móvil de
moda, de la taquilla que va y te vende la entrada al concierto molón y
repetible o a uno de los cientos de partidos del siglo, lo mismo te da, que
ansiar el regalo de una lenta y durmiente agonía de siete meses y una muerte
segura a los sesenta y ocho días. Qué son la agonía y la muerte frente a la
experiencia de saborear el agua que da bimensual vida efímera, o frente al
monolito perpetuo que guardará, para siempre, la memoria de los valerosos
visitantes de marcianos.
Entre algunos de
los que pacientes esperan, se extiende ya el murmullo del rumor de que se ha
atisbado incluso, junto a la fuente de agua marrón, calcárea y calentorra, un
estanco donde ir a comprar tabaco. Sin billete de vuelta.
«Fumar mata»,
les han advertido otros colegas de cola.
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