A tenor de los registros
con que contamos, centuria y pico mide el influjo onomástico del magín de
Ercilla en Chile. Si en 1862 constataba Andrés Bello, no sin cierta inseguridad,
que «debemos suponer que la Araucana […]
es familiar a los chilenos», setenta años después ya asentaba Eduardo Solar que
«todos los Caupolicanes, las Fresias, las Tegualdas que circulan por nuestras
calles reconocen como auténtico padrino a nuestro poeta […]. En Chile respiramos
a Ercilla y no lo sabemos» (1933). Es que de moda andina estaba cristianar a
los recién nacidos con los nombres de los personajes ercillescos.
No solo las criaturas por sus progenitores; también los
negocios seguían siendo nombrados —seis
décadas más tarde— por los emprendedores chilenos de acuerdo con el
santoral inventado por Ercilla. Pronunciando una conferencia en la
Universidad de Besançon el 14 enero de 1997 («La Araucana de Alonso Ercilla y la
fundación legendaria de Chile: Del Araucano ideal al Mapuche terreno», Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2007,
s.p.), Waldo
Rojas subrayaba precisamente que «los hábitos onomásticos nacionales» de aquel
país
ponen de
moda, de tiempo en tiempo, sin gran distinción de clases, el bautizo de los
hijos con nombres de pila tomados de Ercilla, como Galvarino, Lautaro, Nahuel,
Caupolicán, Fresia, Guacolda o Millaray. Largo sería consignar aquí la lista de
estos y aún otros nombres evocadores atribuidos a empresas industriales o
entidades comerciales diversas: compañías mineras, casas de seguros, empresas
editoriales, transportes, hoteles, mercancías, etc.
Hasta en el deporte hay llamativas
huellas de los personajes de La Araucana:
«el club de fútbol más popular del
país es aquel que lleva el nombre del cacique Colo-Colo», informa Rojas antes
de añadir que el escudo de dicho equipo presenta «el perfil estilizado de un
indio», una «insignia, que, por lo demás, miles de chilenos lucen
orgullosamente en el ojal». Relatan los anales que en 1925, tras reunirse
—entre otros sitios inspiradores— en el bar Quitapenas,
un grupo de jugadores jóvenes, rebeldes y descontentos del Magallanes fundaron el
Colo-Colo Foot-Ball Club. Según su web, un tal Luis Contreras «escogió el nombre del Cacique araucano Colo-Colo para
el nuevo equipo; nombre que identificaría lo verdaderamente chileno y popular».
Para
interpretar ese significativo adverbio tan de tribu venida arriba, verdaderamente, conviene leer a Castillo
Sandoval, que en 1995 trató sobre tal «desplazamiento onomástico que permite
bautizar al chileno patriota con el nombre del araucano heroico». Y le dio un
alcance que conecta con la raíz de la ideología —o idolatría— nacionalista,
pues
va acompañado de una transferencia
análoga entre la República de Chile y el territorio de Arauco: así como el
nombre de Caupolicán es definitivamente chilenizado, la Araucanía es apropiada
y sustituida por Chile. Arauco y Chile son los elementos territoriales de la
tensa ecuación ideológica que se remonta a Ercilla, la que puede ser resuelta
al lograrse por fin la posesión efectiva de la Araucanía y la capitulación de
sus rebeldes habitantes.
Vamos, que en el imaginario nacionalista
—expresión que debe cargar con el peso de tanta redundancia— chileno, la
«fisonomía» de los caciques araucanos que fueron personajes labrados por
Ercilla, que a Solar Correa le parecía «perfectamente diferenciada», forma un
orbe completo que transfiere sus cualidades a los que, aun descendiendo de
criollos y otras especies europeas, quieren mirarse, por habitar el mismo
espacio del que los mapuches indígenas fueron desplazados por sus ancestros, en
aquel espejo que sintetizó así Solar:
Caupolicán, sereno, magnánimo y
justiciero, contrasta con el vivaz y astuto Lautaro; Colocolo, prudente y
razonador, con el impulsivo y colérico Tucapel; Lincoyán es fuerte y leal;
Peteguelén, áspero aunque bondadoso; el “espaldudo” Rengo parece simbolizar la
fuerza bruta; Galvarino, la fiereza indomable del bárbaro.
Es una evidencia que el pasado es cada
día más extenso. No resulta tan evidente que, además, predetermine el presente.
Aunque si ese pasado es poético, lo predetermina con gracia: con retórica y ritmo.
Natural que los jóvenes y rebeldes futbolistas que fundaron el Colo-Colo
después de una noche de farra, fueran a por todas, magnánimos, coléricos,
leales, ásperos, prudentes, brutos e indomables. Todo junto, como en un cóctel poliédrico
y explosivo que hubiera servido Ercilla en el Quitapenas. Y con mucho ron Cacique,
que es el apelativo coloquial con que se conoce al club. Si, como concluye Castillo, «para tener derecho
a Arauco, el chileno, sea nacionalista o americanista, conservador o
revolucionario, debe disfrazarse del Caupolicán de Ercilla», aquellos jugadores
que aspiraban a conquistar —después de habérselas bebido— todas las copas,
decidieron transferirse o travestirse de Colocolos.
Disfraces que, con todo, no pueden superar,
más allá del carnaval nacionalista, la
contradicción evidenciada por Rojas entre esta extensión onomástica indigenista
y el hecho de que «el mote de “indio” es en Chile un agravio difícilmente
tolerable». Ajenos sin duda a las cosas estas de la filosofía de las antítesis
y la psicología social de las transferencias, los hinchas del Colo-Colo cantaron,
entre 1941 y 1943, un himno
que incluía estrofas como esta:
Sucesores
gloriosos de Arauco,
Colo-Colo
por dios tutelar,
nuestro club
es pendón de la raza
más heroica,
pujante y tenaz.
Que
también gasta lo suyo de gracia, retórica y ritmo.
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