Pasa con todo lo humano: asociarse para progresar, cooperar y juntamente discutir. No iba a ser menos con la literatura, que discurre también en forma de proceso dialéctico. Se aprecia en los puntos de confrontación entre los cánones establecidos y las propuestas vanguardistas de los sucesivos poetae novi que intentan asegurar, dentro del ecosistema cultural correspondiente, la identidad de la propia voz contra la tradición operante en su actualidad: «Esto no existe en la poesía anterior», le hemos ya oído decir a Moreno Villa.
Motor de los textos literarios es este cotejarse con los anteriores para imitarlos, emularlos, superarlos, criticarlos o parodiarlos, de acuerdo con mecanismos como el recurso romano y medieval a la auctoritas, la imitatio renacentista o la exaltación romántica de la personalidad del vate o profeta. La originalidad proviene entonces de la mayor o menor adecuación de cada yo literario a la tradición mediata o inmediata. Un asunto, pues, de lectores.
El afán de innovación frente al canon vigente determina la contienda entre estilo instalado y estilo embrionario: «desde hacía mucho tiempo no penetraban elementos nuevos en la poesía», sintetizaba orgulloso Rubén Darío. La admisión del reciente código que lucha por la vida pudiera alcanzar el grado máximo, la victoria: «tanto aquí como allá el triunfo está logrado» (Rubén). Entonces, el código retador o marginal se transformará a su vez en canon dominante y generará tradición: «hoy dicen de todos los buenos poetas que hablan prosaicamente» (Moreno Villa).
Para describir y explicar estos choques se contará con factores más o menos extraliterarios: el cambio generacional o el cansancio de los receptores ante la reiteración de una serie literaria. Eso es: re-iter-ación: recorrer, una y otra vez, el camino. Incomprensible para un lector —o participante de la identidad colectiva que es la literatura— resulta el axioma progresista o decimonónico de que es preciso conocer la historia para no repetirla, axioma que implica no solo la ideología del abjurar del pasado, sino también la justificación económica y contable del studium o empeño consumido. Incomprensible, porque la historia literaria es una permanente invitación a la variada petición de amor y odio al arte y la palabra, una constante re-petición o celebración del intertexto como homenaje, como parodia, en todo caso como re-conocimiento; celebración vital del tiempo multidimensional que no avanza solo en línea recta hacia un futuro que, adornado de promesas, las despreciará en cuanto se cumplan (hagan pasado).
Aplicar con todas sus consecuencias a los ecosistemas humanos y sus dialécticas internas —y a los literarios y sus luchas por la hegemonía cultural— la teoría del materialismo dialéctico, conduce a la conclusión de que conservadores son los que tienen el poder y progresistas los que lo tendrán. Algo que recuerdo haber dicho ya. Por no repetirme ni reiterarme, entonces, ilustraré tales definiciones con el timorato afán de no quedar mal, que los revolucionarios de salón expresan hoy sometiéndose a lo políticamente correcto, enésima manifestación del miedo al qué dirán que consiste siempre en el rezo acrítico de la letanía dispuesta por el pensamiento único que, sincrónicamente, sea menester acatar en una síntesis dada.
En poética, eso que se acata un rato (décadas o siglos) es el canon. Vuelvo, pues, a la literatura, siquiera sea por la convención tan unánimemente aceptada de que fuera ella distinta de la vida. Vamos, por la extendida opinión de que la realidad puede (e incluso debe) distinguirse de la ficción. Será en un próximo post. Lo que, dicho así, con mezcla de lenguas y sin cursivas, pareciera redundancia. Aparente repetición que por azar viene a definir la literatura, la cultura, la originalidad: la siguiente posteridad.
O, qué líos, un futuro postergado.
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