Prácticamente un año lleva el que suscribe laborando en este blog. Con sus cien posts a cuestas: quizá —por buscar equivalencias y referencias— trescientas páginas de lo que antes era un libro en aquel soporte arcaico que decían papel. Como no es uno amigo de estar haciendo el maya, que el futuro es que no se deja mirar, echa la vista atrás. Acción que suele garantizar el hallazgo de novedades. Mira pues quien suscribe, seguro servidor de ustedes, hacia el 6 de enero del año en curso, cuando comenzó a bosquejar inseguro este cuaderno electrónico y elemental. Y decide renovar. Acaba uno de sacarse de la manga otra sección para el blog.
Se va a titular —lo ha hecho ya— «La mirada interior». Con la promesa de que los textos que la compongan no incurrirán en la falta estética de contar la propia y mismísima vida del que suscribe. No en vano, este no es un blog de éxito. Como sabe todo el mundo desde que las volanderas hojas de Excel, las estadísticas y los recuentos de manifestantes rigen nuestros destinos, es el éxito asunto de cantidades. Sí: la calidad se mide ahora, y por tanto se transforma en cantidad. La cuadratura del círculo. O la necia confusión entre valor y precio, que dijo Machado. Siendo las cosas así o como son, en cuanto uno ha aprendido algo de las entretelas electrónicas de su bloguera maquinaria informática si no infernal, ha bautizado al contador de visitas de sus apuntes sin éxito con el lema de Juan Ramón Jiménez: «A la minoría siempre». Es que a JRJ se le dieron bien los versos sueltos.
Y si no cuenta uno su vida, ni da recetas de cocina y consejos de autoayuda, ni comenta videojuegos, cotillea sobre las quisicosas que hacen sus vecinos, levanta aguerrido trincheras virtuales contra el Gobierno sin moverse del cómodo sillón, o rebota textos, cantares y pelis de otros, ¿qué hace metiéndose a bloguero sin que nadie lo llame? Preguntas como esta va a plantear la nueva sección. Sabiendo uno más o menos bien del escepticismo que lo informa, conforma y deforma, ya les adelanto que lo probable es que no encuentre respuestas. Pero por intentarlo.
Baste hoy con un par de cotejos que pudieran sostener una reflexión sobre el signo de los tiempos fragmentarios nuestros, o aire de época que deja inevitables coincidencias en quienes lo interpretan y comparten. El 8 de junio —Sergio Ramos aún no había osado eliminar a Portugal con su penalti a lo panenka—, la sección de este blog dedicada al arte efímero y olímpico traía la entrada «VIII, 2. Panenka». Con sus referencias a Clausewitz y sus sugerencias sobre Alemania y todo. Referencias y sugerencias que, aplicadas también a la Eurocopa, se hallan en «Grecia, Alemania y Clausewitz» (El Mundo.es, 17-6-2012), de Orfeo Suárez. No le desagrada a uno coincidir con los maestros; con los escribientes o escribidores tampoco. Y menos hacerlo nueve días antes que ellos.
Pensares estos que a venirme a la mente vuelven a cuento de otro post, «III, 22. El Señor de la Montaña» (9 de noviembre), escrito cuando Mas, a quien dicen molt honorable, lo puso a huevo con sus posturas pequeñoburguesas de nacionalista: romo, decimonónico y cursi. No le desagrada a quien suscribe que, como allí, desde el paradigma Moisés analicen al personaje y su castiza o españolísima chapu tanto Arcadi Espada («Un flim», El Mundo.es, 11-11-2012), héroe postcontemporáneo —de narcisismo valiente y racionalismo contradictorio, quiero decir—, como Henry Kamen («Moisés y la tierra prometida», El Mundo, 3-12-2012), historiador de fama. Y reconocido.
Lo dicho: feliz quien coincida con los maestros unas fechas antes que ellos. Feliz, por tanto, quien los prefigure.
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