Lo sabemos: externamente, un texto literario no es menos real que una estatua, una barra de pan, un automóvil, un sueño, una cabina de teléfonos o un mapa. Por de dentro, en cambio, su sentido y organización forman un prisma: forjan una herramienta de contemplación e interpretación de la realidad.
Reflexionando sobre este asunto en Literatura y comunicación (1992), Jorge Urrutia concluye que un texto, literario o no, «es una mentira», si bien la conocida como «Naturaleza resulta inalcanzable, no es sino una cadena de símbolos que llamamos Realidad. El texto es, pues, una ficción de una ficción. Sólo es una verdad si lo referimos a sí mismo». Igual que el morfema –o nada tiene que ver, fuera de la convención lingüística, con la clase masculina de las especies animales, y sin embargo las designa, el Larra posibilista que Buero Vallejo ofrece en La detonación (1977) no es el Larra tenido por real, que a su vez resulta el producto elaborado o transmitido por la documentación histórica. Otro conjunto textual.
No, el Larra de Buero es justamente eso: una percepción de dicha figura debida a un autor de ficciones. Así que este tal Mariano José de Larra dirá más de Antonio Buero Vallejo, y de sus circunstancias en el siglo XX, que del propio personaje decimonónico, como el morfema –o dice más de la forma interna del español, y de su estirpe latina y de sus constantes de evolución fonética, que de la clase masculina animal. Es que, al fundirse míticamente con Larra y sus peripecias, Buero transfiere su forma interior y su vivencia de la Transición a las del otro autor, por cuanto en la fusión mítica, tal como la describió Antonio Prieto, «no se trata […] de acomodar un pasado a una actualidad, sino de una fusión donde los accidentes temporales se pierden a favor de la temporalidad mítica» (Ensayo semiológico de sistemas literarios, 1972).
Esta es una de las maneras en que el texto literario establece una distancia entre el mundo real y otra entidad inmersa en un cosmos y una cronología creados mediante lo que estoy a punto de llamar ficcionalización instantánea: aquella instaurada por una escritura que no debe dar cuentas a nadie, pues que sus lectores aceptarán dejarse engañar. Ocurre asimismo, pongo por casos, en el chiste y en el cine. Previendo tal pacto, se siente muy libre el autor de operar con leyes y reglas diferentes de las físico-biológicas, las históricas o las político-morales. Que son órdenes y normas tan pedestres o restrictivas que, por ejemplo, dictan que «cierto es que no raciocinamos con el pie […], ni oímos con los ojos». Así lo dictamina, tan asentado en la realidad, Juan Huarte de San Juan, cuyo sentido común aseguró que su Examen de ingenios para las ciencias (1575) pudiera ser aceptado en su tiempo como texto referido en exclusiva al mundo real.
Por el contrario, el ámbito literario creado mediante ficcionalización instantánea carece de posibilidad de verificación fuera de sí mismo y de la relación que establece con el lector. Lo que este exigirá, a cambio del admitido engaño, será que la transgresión operada contra la sensatez abra inexploradas sendas a la inteligencia, a la sensibilidad. En suma, a la expresión. Por vía distinta a la que transitó Huarte de San Juan («ni oímos con los ojos»), Quevedo se aleja instantáneamente del sentido común en su verso famoso: «y escucho con mis ojos a los muertos». Descubrimiento asombroso de lector: claro que se oye con los ojos, aunque no más sea a esos muertos vivientes —o vigentes— que son Ulises y don Quijote, que reviven en cada lectura y actualizan tiempos y culturas distintos y distantes, según una palabra escrita que reduce en un momento lo remoto, y por tanto parece oral, porque se halla bibliográficamente —potencialmente, digo— viva: puede, pues, escucharse.
En tanto se proyecta hacia el incierto futuro, el cosmos literario tiende a la ucronía y la utopía: la rosa que se llevarán el viento y el tiempo permanece, tocada o no, en el poema. Decenas de generaciones y millones de lectores lo han experimentado.
Mientras sus vidas iban modificándose.
Saussure decía, eso creo, que la palabra es fruto de la presión de la lengua común y, a su vez, de la espontaneidad de la persona que habla. Y es el poeta, amigo Gaspar, quien debe huir de la norma y sorprender con un nuevo lenguaje que, aunque al principio sea minoritario, con el tiempo pudiera aceptar la mayoría. Lo que tu denominas "ficciones instantáneas" surgen de un nuevo lenguaje que todo "genio poético" pretende crear.
ResponderEliminarSalud y buen verano.
A eso voy, José María. Digo: a continuar esta miniserie sobre tipos de ficciones (me faltan las progresivas) y al buen verano. ¿Por qué no me escribes a ggb@uma.es? Buen verano también para ti.
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