Hacer preguntas para saber. Magnífica aventura. Aventura hecha de palabras,
de lecturas, de letras. Literaventura.
Figura en la presentación de este blog, que va ya camino de los dos años: el
presupuesto racionalista y cartesiano según el cual un hombre puede conocer el
cosmos todo encerrado en una habitación oscura, con sola su mente, es a medias
cierto, pero no completamente falso. Un ciudadano puede saber del mundo dentro
de una habitación que conserve una biblioteca. La habitación habrá de ser, por
tanto, luminosa.
Desde mis años de estudiante universitario quise aplicar tal presupuesto a
mi vida y a mi concepción de la vida. Estas que llamo literaventuras ofrecen algunos resultados de la experiencia. Así
pues, más que un blog filológico, o de Letras, por aquí circula mi diario. Fragmentada,
mi —da no sé qué vértigo decirlo— autobiografía.
Sin salir de mi biblioteca, excepto para ir a la Biblioteca Nacional, he
visto mundo y mundos. Es posible hacerlo. Solo se precisa de esa mágica
paciencia que, enseñada por los estoicos, predispone a la lectura, amén de unas
cuartillas o un Word en blanco, las fichas del positivismo y el afán de
garabatearlas apuntando a cierto fin. Vale también, claro, una memoria
predispuesta, sin que sea imprescindible la prodigiosa de Funes. Lo demás está
dado. O viene rodado.
Cuando comienza la aventura. Leer, meditar, escribir, esos destellos de plenitud
que despojan al tiempo de lo accesorio, de lo circunstancial, del tedio y hasta
de la idolatría del vientre. A la que puso sus justos límites Mateo Alemán en la
primera parte de su Guzmán de Alfarache: «Comía lo que me era necesario, que nunca fue mi dios
mi vientre y
el hombre no ha de comer más de
para vivir lo que basta, y en excediendo es brutalidad, que la bestia se harta
para engordar» (1599). Otro que
tal, Lope de Vega, lo dejó dicho estupendamente en su «Epístola al doctor
Matías de Porras» (La Circe, 1624):
íbame desde allí con el cuidado
de alguna línea más, donde escribía,
después de haber los libros consultado.
Llamábanme a comer; tal vez decía
que me dejasen, con algún despecho:
así el estudio vence, así porfía [...]
Es que el trabajo, la aventura y el afán son enormes entre las olas de los
libros. Porque explorar una biblioteca no es tarea esencialmente distinta de la
que conlleva el adentrarse por un vasto y virgen territorio. De hecho, a Bernal
Díaz del Castillo parece que le costó más redactar su Historia verdadera que conquistar México. Idénticos vericuetos,
similares obstáculos e intrincados parajes aguardan. Eso sí, las piernas no se
cansan, aunque no puedo decir otro tanto de la espalda, ni —como Berceo— de la
vista.
Si me sumo al dictamen de que la biblioteca es el mundo y la vida —por
declararlo de una vez, y con Borges—, incurro en una metáfora, por lo demás de
fructífera tradición, como en 1948 enseñó Ernst R. Curtius en Literatura europea y Edad Media latina, libro impresionante: Hugo de Folieto afirmó que hay cuatro
libros de la vida, escritos en el Paraíso (por Dios), en el Desierto (por
Moisés), en el Templo (por Cristo) y en la Eternidad (por la divina
Providencia). Y Alejo Venegas sostuvo en sus Differencias
de libros que ay en el uniuerso, que existe una jerarquía
epistemológica de Libros: del Original, que es la esencia de Dios, solo podemos
conocer la portada (es lo que les pasa a ciertos críticos y leedores con el
común de los libros); el revelado (o sea, la Biblia) contiene las más sólidas
verdades que nos es dado saber; el racional es el dictado por la razón cuando
le da por funcionar; del natural, en fin, deriva la filosofía del mundo
visible.
Sin ponerme tan estupendo o metafísico, corroboro laicamente, con mi
experiencia, estas metáforas del libro como vida. Además, estimo que la
biblioteca es signo del mundo. Aquí ya no hay metáforas, pero espero ser
creído. Después de todo, es algo razonable y, por lo tanto —¡ay, mi querido
Aristóteles!— aceptable. Y sobre lo razonable, lo aceptable y lo verosímil van
girando no pocos posts e invenciones
de estas Literaventuras.
Creo que seguirán haciéndolo.
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