Deseable
alcanzar la belleza de la razón científica. Imitando, por ejemplo, la costumbre
de los matemáticos de buscar las hipótesis explicativas más potentes y
sencillas. Pongamos: una lengua se aprende o por obligación o por placer.
Dejemos de lado ahora, bien que con disgusto, el placer: otro sinónimo aquí de
la voz filología.
¿Quiénes
se ven obligados a aprender una lengua distinta de la materna? Primero,
aquellos que sufren la imposición de una política lingüística, ese instrumento
inventado por la Revolución francesa para ayudar a construir la entonces nueva superestructura
del Estado-nación. Fue en 1794.
Daniel
M. Sáez Rivera se doctoró con una tesis sobre un tiempo algo anterior: La lengua de las gramáticas y métodos de
español como lengua extranjera en Europa (1640-1726),
Madrid, Universidad Complutense, 2008. Y es también autor de
«La explosión
pedagógica de la enseñanza del español en Europa a raíz de la Guerra de
Sucesión española», Dicenda, 27
(2009), pp. 131-156, curioso y bien documentado artículo que parte de la
siguiente constatación: «la Guerra de Sucesión española (1701-1714) y
lo que podemos denominar su “resaca”, que dura al menos hasta el Tratado de
Viena (1725)», generó «una auténtica explosión editorial en Europa de todo tipo
de obras para la enseñanza del español», dado el «interés producido por la
Guerra en prácticamente toda Europa». En modo estadística: en torno al 35% de
las 75 obras de enseñanza de español como segunda lengua publicadas entre 1640
y 1726 son del periodo 1701-1726 (pp. 132 y 134).
La Guerra de Sucesión confirma la
sempiterna asociación de economía y cultura que persigue esta serie V de Literaventuras: «en juego» por entonces —recuerda Sáez Rivera—, «el gran pastel comercial de la América española, cuyo monopolio estaba ya roto
de facto por el contrabando francés y de las grandes
potencias marítimas (Inglaterra y Holanda)», que buscaban consolidar «sus
ambiciones comerciales». Para ese fin sirvieron obras como la de John Stevens, A
new Spanish and English Dictionary (Londres,
1706), «que enriquece» mucho a sus fuentes de partida, «sobre todo con
préstamos indoamericanos» (p. 134).
Es
que también precisan otra lengua los que deben salir de su casa, de su barrio,
de su pueblo, tan acogedores siempre, para ganarse la vida fuera de su país. En
el siglo XXI igual que en el XVIII. Como indica Sáez Rivera, los comerciantes y
soldados que desde mediados del XVI se echaron al camino o se hicieron a la mar
siguiendo «las rutas
comerciales europeas», que desde entonces «desbordan las
propias fronteras nacionales», necesitaban un conocimiento instrumental y
rudimentario de segundas lenguas. Para ellos se prepararon manuales bilingües o
plurilingües en que «predominan las muestras de lengua dialogales junto a un
breve diccionario» y a veces con «leves notas gramaticales, sobre todo de
pronunciación» (pp. 132-133).
Por su parte, los refinados cortesanos se
instruían en lenguas como otro de sus «pasatiempos y adornos», aunque esta
«moda» «se convertía en necesidad» en forma de «alguno de los numerosos casamientos
interdinásticos que unían a toda la monarquía europea». A tales aristócratas, que
«con frecuencia tenían poca paciencia gramatical», se dirigió «todo un proyecto
editorial completo», compuesto de «muestras diversas de lengua (diálogos,
narraciones breves, cartas, etc.)», «nomenclaturas» y hasta «diccionarios de gran
formato», lo que «permitía la lectura y traducción de textos literarios
españoles, de moda en todas las grandes cortes europeas» (p. 133). Un curso
práctico —y en ocasiones intensivo— de
español, semejante al postulado un siglo antes por Espinel
para el latín.
En Bruselas, y con escasos escrúpulos hacia
el plagio, Francisco Sobrino fue publicando sus cosas, que en buena parte eran
de otros: Nouvelle grammaire espagnole
(1697), Diccionario nuevo de las lenguas
españolas y francesas (1705), Diálogos
nuevos en español y francés (1708)… Sáez Rivera resume la apreciación hecha en 1724
por este caradura editorial: «como el tráfico comercial con España se ha
recuperado, el conocimiento del español es más útil y necesario que antes». Es
que el Tratado de Utrecht (1713) concedió «a Inglaterra el “navío de permiso”»
y «el “asiento de negros” o prerrogativa para la trata de esclavos en América»:
«durante 30 años la South Sea Company podría introducir hasta un total de
144.000 esclavos», «negocio en el que tanto la reina de Inglaterra (Ana
Estuardo) como el rey de España figuraban como partícipes con una cuarta parte
cada uno» (p. 139).
La Guerra de Sucesión había costado miles
de muertos y exiliados. España perdió Gibraltar y su posición dominante en el
comercio atlántico. Ajenos a estos cambios, a lo suyo seguían los piratas —marítimos
y editoriales— y los reyes.
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