domingo, 26 de abril de 2015

XI, 8. El final de la cuenta atrás (3)


4 (19 de abril de 2015)

Por caprichoso efecto feliz de las frágiles mariposas cuyo leve aleteo termina por causar maremotos en un quinto pino de la paradójica teoría del caos, Pablo Iglesias había publicado el texto esencial de entre los anudados en «El final de la cuenta atrás» («Por qué regalé Juego de Tronos a Felipe VI», El Mundo, 19-4-2015), un día después de iniciada esta serie de posts que indagan en el juego de tiempos.
Iglesias se comportaba como cualquiera de nosotros: acorde con la orientación prevista por al menos un texto. Ateniéndose a uno de Marx, integrante ya —según la praxis derivada de sus propias palabras— de las generaciones muertas y convertido por tanto en otro espíritu del pasado, Iglesias se disfraza de cortesano y entrega su presente —en todos los sentidos— a Felipe VI. Es que, que se sepa poco partidario de la monarquía o de la república burguesa, desde la parodia de la Historia busca la poesía del Futuro.
Frente a la Casta, Iglesias resulta menos brillante cuando escribe que cuando habla. Aún ningún hobbit de guardia le redacta. Tal autenticidad, un valor literario desde que a los románticos les dio por practicar el amor propio del yo mismo en su mismidad, presenta al eurodiputado repantingado ante la tele: «A quienes nos gusta la política, las series nos están alegrando mucho el final de las largas jornadas de trabajo de estos meses». El trabajo como hobby, qué ideal. Por no ser profesional de la política, se limita a megustearla y sigue en lo suyo. Un teorizar de profesor: «el cine fue por mucho tiempo el género artístico que más influía en la configuración de los imaginarios políticos», función ya típica de las series televisivas, «historias por capítulos que nos muestran el funcionamiento del poder, las intrigas […] o la red compleja de las relaciones en las ciudades». (El cine y la tele: presentismo que olvida «la configuración de los imaginarios» colectivos en el teatro, la poesía o la novela. Pero se comprende que no está uno para leer después de tanto laborar.) De postre, la repetición marxista de la historia como parodia, que lo mismo «si Maquiavelo viviera hoy también habría optado por escribir guiones». No esperemos más referencias a textos en un joven y prometedor profesor universitario. Un proyector de vídeos: «En clase empleaba The Wire para hacer pensar sobre las corruptelas que se cruzan entre los distintos grupos de poder […]; y sobre la cara be de esos manejos: los guetos, los excluidos». Quién duda que una sala de cine vale más que cien bibliotecas.
Iglesias rememora su dación regia:

cuando supe que me encontraría en Bruselas con Felipe VI pensé en regalarle una serie. Me permití saltarme el protocolo y le entregué las primeras temporadas de Juego de Tronos, una de mis preferidas. Estoy seguro de que también a él le apasionará seguir la trama de este relato que no es otro que el de la confrontación entre las distintas formas posibles de situarse respecto al poder.

Y pondera los efectos alegóricos, ejemplarizantes o así de tan ameno y didáctico cinexín. Que el arte, señorías, lejos de ser la kantiana finalidad sin fin, es conocimiento, como Hegel enseña. Ningún moralista ha renunciado nunca a este descarado pragmatismo horaciano:

En Poniente, como en nuestro país, hay un viejo mundo que se desmorona. Los intereses cruzados de las distintas familias han sumido a los reinos en la miseria, la violencia y la tristeza. En ese panorama, nuevos líderes, nuevos ejércitos, aparecen desde más allá de las fronteras de lo establecido para plantear su jaque […] con nuevos modos de relacionarse con un pueblo cansado de tantas guerras ajenas. Temporada tras temporada seguimos este juego de tronos y no podemos evitar pensar que no es tan distinto a lo que vemos en los informativos. Los políticos del viejo orden se atrincheran en sus despachos como el rey Joffrey […], juegan como Meñique con mentiras y triquiñuelas bajo la idea de que «el conocimiento es el poder». Mientras, la khaleesi Daenerys avanza desde fuera del mapa con el convencimiento de que la fuerza es la de la gente.

Qué guay, oyes. Este finde, incluso, nos hacemos «un maratón de cine» a base de El Padrino, «casi una miniserie con sus 9 horas de metraje total». Si ya para qué la paloma de Picasso o la de Alberti, que se equivocó, que se equivocaba, ración al menos de palomitas.


3 (junio de 1958)

En su aún inmadura «Propedéutica de la parodia futura» (Anales Topológicos, XXVIII, junio de 1958), Ataúlfo Marconi había rechazado la escala estético-moral que subyace en el juicio aristotélico sobre los personajes de la parodia como «peores de lo que nosotros somos». Ensalzado así un lector, razonaba, su marco interpretativo será propenso a minimizar la parodia como subproducto.
Más acorde con los hechos le parecía ya entonces a Marconi invertir el orden (crono)lógico impuesto por la tradición, la inercia y la desidia: el derivado (o subproducto) de la parodia no puede ser sino el texto parodiado. Ejemplificaba su tesis con los libros de caballerías, esos juegos de tronos del siglo XVI, diría yo. Cervantes había escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece que con razón me quejo de vuestra fermosura» (Quijote, I, 1). Esta broma sobre la prosa del entonces «famoso Feliciano de Silva» y su Florisel, terminó haciéndolos posibles, pues tal autor y tal texto, irremediables integrantes de las generaciones muertas a ojos contemporáneos —incluyendo los cinéfilos de los alumnos de Iglesias—, apenas serán leves y enigmáticas inscripciones que conserven el texto cervantino y su anotación a pie de página. Por eso derivó Marconi el trastrueque temporal de los libros de caballerías: desde el XVIII hasta el difuso hoy de su memoria, y para casi cualquier lector de Cervantes, son forzosamente posteriores al Quijote.
Que, no cabe olvidarlo, se presentaba como historia.

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