El hallazgo
es apenas un fogonazo que relampaguea en Esta
boca es mía (1994), uno de tantos temas de Joaquín Sabina que nos
acompañan en la calle, en el coche, en la cama, en la noche, cumpliendo con la
función última del arte. Ese esfuerzo supremo de hacer algo más soportable la
rutina o la vida: «Esta canción desesperada / no tiene orgullo ni moral».
Antes
de 1557, otro poeta andaluz, Gutierre de
Cetina, petrarquista de sobrenombre lírico Vandalio, había compuesto su Canción I. Leída en la edición Hazañas y La Rúa
de sus Obras (Sevilla-Madrid, 1895),
se ve que echa mano en su estrofa inicial de la enumeración, recurso tan de
Sabina, catarata de sensaciones y percepciones que a duras penas ordena el férreo
verso:
Alma
enojosa de vivir cansada;
espíritu
tan falto de consuelo;
sufrimiento
obstinado endurecido;
vida llena de miedo
y de recelo;
esperanza
rendida y desmayada;
corazón
tan sin fuerza y desvalido;
no
pensado dolor ni merecido.
Y vos,
tan regalado pensamiento,
sentidos
sin por qué tan maltratados,
enojosos
cuidados.
Y vosotros,
a quien de mi tormento
la parte
cupo que a mi suerte place,
ojos,
de todo mal causa primera:
juntémonos
en uno un poco agora.
Tratemos
de mi mal tan sólo un hora,
que no es
menester más para que muera.
Si, como
a mí, el morir os satisface,
no lo
sabiendo la que el daño hace,
podremos
acabar, que así hablando
os
desharéis en lágrimas llorando.
Ah, el
amor. Arma de destrucción masiva. Así en el poema de Pablo Neruda que cierra
sus Veinte
poemas de amor y una canción desesperada (1924). Otro que canta después
de la radiante felicidad: «Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy», dicta
el verso primero de «La canción desesperada». La oscurísima y vengativa memoria.
No hay peor enemigo, según había previsto la Canción I, 71-79 de Cetina:
Sé que el daño
mayor es la memoria.
Querríala perder,
si con perdella
de solas mis
tristezas me olvidase.
Mas, ¿quién se
olvidará, si se acordase
que en medio de su
pena, a vueltas della,
gozo, sin merecer,
de tanta gloria?
Envuelto en mi
pesar leo la historia
del perdido placer,
porque se acuerde
más veces de su mal
quien su bien pierde.
La
tortura del recuerdo fatal de una pérdida. O La Pérdida, por decirlo en dos
palabras, en plan Idea platónica: «Todo en ti fue naufragio!», «mujer que amé y
perdí», lamenta Neruda. El petrarquismo nos enseñó a amar o sufrir, no menos
que a comprobar cómo el amor de ayer regresa al ara del sacrificio de la vida.
Una y otra vez. El ya pálido petrarquismo austral —acuático y subacuático— de
Neruda («Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego») prolonga ese saber que el
lector desearía no haber atesorado: «Es la hora de partir, la dura y fría hora
/ que la noche sujeta a todo horario». Un pespunte nerudiano que conduce la
hebra al mismo lugar por el que había pasado la aguja cetiniana: «Hora que, con
la blanca, helada nieve, / el invierno se muestra obscuro y frío, / de tempestades
y de lluvias lleno».
Es
probable que, por coetáneos de Neruda o Sabina, desconozcamos que también desesperarse decía, en tiempos de
Cetina, ‘suicidarse’. Se comprueba en la historia de amor o muerte de Grisóstomo,
aniquilado en vida por el rechazo de la libre y bellísima Marcela. Peligroso resulta
jugar con el revólver del amor: es que dispara el juguetón Cupido. A ciegas. Quien
lo probó y sufrió, como Grisóstomo, lo sabe:
Canción desesperada,
no te quejes
cuando mi triste
compañía dejes;
antes, pues que la
causa do naciste
con mi desdicha
aumenta su ventura,
aun en la sepultura
no estés triste.
(Cervantes, Quijote, I, 14)
A la
hora exacta de morir definitivamente de amor, echar fuera el dolor, el
recuerdo, la muerte en vida. Como el arte y la poesía contagian mucho, la
canción se alejará del poeta para transmitir el mal a quienes la escuchen. Postrados
por enfermedad de tan de alto riesgo, otros lectores entenderán entonces que el
amor que mata va siglo tras siglo hiriendo a una multitud que es siempre la
misma: cada uno de nosotros. Desastre inscrito en el envío de la Canción I de
Cetina (vv. 120-128), lectura de Cervantes que fue lectura de Neruda que fue
lectura de Sabina:
Canción
desesperada y sin concierto,
nacida
entre sospechas y temores,
crecida
en el dolor de mi recelo;
si no se
sufre medio en los amores,
si no
basta consejo ni consuelo
estando
ya el vivir dudoso incierto,
morir
es lo más cierto.
Quédate
y si querrá nuestra enemiga
saber
cómo nos va, muerte lo diga.
Tampoco
es que fuere preciso matarse para morir de amor. De la misma forma, si no con
amar, basta con leer y retener en la afilada memoria el hallazgo mortal y feliz
de los poetas: canción desesperada.
Muerte que late sin fin.
Por
fortuna, aún no se conoce cura.
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