Algo se parece a como cuando estás olvidado del mundo o repantingado
en el sofá, viendo una peli española en mal año rodada con sonido directo, por
la cosa de la naturalidad y del ahorro (o del ahorro-naturalidad): que tienes
que darle varias veces al replay para
averiguar qué coñocojones farfulla la última revelación de los Goya, criatura que
tantas clases de vocalización fue saltándose hasta alcanzar el éxito. Se parece
algo, sí, pero con Góngora manda la métrica música perfectamente medida, domeñadora
de la sintaxis y señora de la semántica. Aunque es el caso que sus poemas exigen
VAR a cada instante, tal que la vida misma, o relectura continua…, a medida que
se los va leyendo. En el siglo pasado ensayé una explicación:
la lírica renacentista se hallaba en un estado de desgaste
por la reiteración de temas y formas consabidos; por tanto, producía un
cansancio resuelto con una lectura rápida en que el receptor apenas encontraba
sorpresas. Empeñado en la recuperación de esa lírica, que significaba la
recuperación de sus potencialidades semántico-rítmicas, Góngora enmaraña el
texto para que el lector se detenga continuamente, frenando las prisas de su
lectura y evitando el desgaste de la lengua poética, que precisa de la calma
para lograr su plena eficacia expresiva. De esta forma, […] Góngora es uno de
los poetas que más han contribuido a enseñar cómo se hace un poema.[1]
A ver qué es eso entonces del carbunclo, piedra-animal, y la
tradición apócrifa con que acabamos de topar en
las Soledades. No más allá de 1557, Gonzalo
Fernández de Oviedo había escrito en su Historia general
y natural de las Indias […]. Tomo primero de la segunda parte […] (ed. J. Amador de los Ríos, Madrid, Real
Academia de la Historia, 1852), tratando de un puerto situado en el Estrecho de
Magallanes:
Deçia este clérigo que estando en este puerto,
se vieron dos animales en tierra, de noche, los quales deçian que eran
carbuncos, cuyas piedras alumbraban como sendas candelas resplandesçientes; á
los quales hiçieron guarda, é despues que pussieron en ello diligençia por los
tomar, nunca mas los vieron ni paresçieron, é antes desso los vieron tres ó quatro
noches. (Libro XX, capítulo 10)
Tras consultar las Etimologías de san Isidoro y la Historia
natural de Plinio (pp. 47b-48a), el
cronista añade esta relevante apostilla, que Arellano, aunque glosa, no cita:
«Yo no hallo escripto de tal animal» (p. 47b).
Lo que conduce al verso de Góngora: «Si tradición apócrifa no miente» (Soledades, I, 74). Al morir en 1557, Fernández
de Oviedo dejó la segunda parte de la Historia
general dispuesta en un manuscrito que no vio la luz hasta 1852, cuando se
hallaba en la Biblioteca patrimonial del Rey, procedente de la biblioteca del
conde de Torre Palma, según Amador de los Ríos (pp. v y 457, n. 1).
En ese cartapacio figura la nueva del nocturno animal llamado carbunclo y de la piedra que lleva en la
frente. ¿Cómo llegó a Góngora tal noticia? Sin demasiada convicción, Arellano apunta
a Pedro de Valencia, el sabio amigo a cuyo juicio sometió Góngora su Soledad primera, que «fue nombrado
cronista de Indias», por lo que «seguramente el poeta podría disponer de muchos
papeles» (p. 215, n. 38). Arellano entiende en todo caso que la del animal carbunclo
sería «una “tradición apócrifa” —desconocida para el mundo antiguo y medieval—,
situada en el marco de las “maravillas de las Indias”» por lo que «la relativa
novedad del motivo explica que los eruditos comentaristas de Góngora todavía no
tuvieran noticia de él, ya que se habría
difundido de manera algo aleatoria» (p. 215).
Por ejemplo, en un diccionario-enciclopedia rigurosamente
coetáneo de las Soledades, el Tesoro de la lengua castellana o española
(1611), debido al espléndido Sebastián de Covarrubias. No se entiende lo que fue nuestro siglo XVI sin fatigar las
sorprendentes páginas —lo contienen todo— del Tesoro. Bajo cuya entrada carbon se lee:
[…] carbo vale el carbón encendido, y hecho brasa; y assí se dixo
carbunco, Lat. carbunculus, [...] vna
piedra preciosa que tomò
nombre del carbón encendido, por tener color de fuego, y echar de sí llamas y
resplandor, que sin otra alguna luz se puede con ella leer de noche una carta,
y aun dar claridad a un aposento. Pyrôpus. Fingen
también criarse en la cabeça de un animal, que quando siente le van a caçar
echa sobre la frente (adonde la tiene) un ceño con que la cubre.
Si no de algún lejano legajo, Pedro de Valencia
interpuesto, o no, Góngora pudo tomar la noticia de Covarrubias, quien, como él, menciona sin más a un animal. La explicación
más sencilla es siempre la más sólida. Provisionalmente, claro.
El Tesoro
muestra que no era preciso ir a América —frente a lo que entendía Arellano— para
encontrarse con el cuadrúpedo carbunclo. Lo atestiguan otros dos textos, aducidos
por S. Méndez, «Sensus mythologicus atque astrologicus:
la alegoría del toro celeste de Góngora», Studia Aurea, 6 (2012), pp. 31-98 (p.
42, n. 41). El primero se halla en la octava 28 del Canto I de La Mosquea,
de José de Villaviciosa, cuya fecha de publicación, 1615, tan próxima a la de
las Soledades, podría indicar que el
animalillo se estaba convirtiendo en una moda poética[2]:
Del Carbunco se
dice, y cosa es cierta,
(maravilla notable
en tal viviente)
que tiene un ojo
solo con su puerta
en medio del
espacio de su frente;
si esta de noche se
descubre abierta,
echa una luz de sí
resplandeciente
tan clara, tan
hermosa y rutilante
que suele prestar
luz al caminante.
Al peregrino de las Soledades, por ejemplo; pero qué diferencia entre ese callejero «y cosa
es cierta», como de barra de bar, y el distante o irónico «si tradición
apócrifa no miente» de Góngora.
El segundo texto traído por Méndez me resulta aún
más interesante. Se encuentra en el artículo 17, «Trata de otra impression que
se dize de los marineros sant Elmo», del Libro II, capítulo III del Tratado de cosas de astronomía y cosmografía
y filosofía natural (Alcalá, 1573), en que Juan Pérez de
Moya, refiriéndose precisamente a los «fuegos de San Telmo», señala: «Tenian
esto por cosa de prodigio. Algunos quando de noche veen este resplandor tan
cerca del suelo, piensan ser Carbunco que sale de noche, a manera del gusano
que dizen Luciernaga, porque tiene en sí vna partecica que relumbra» (p. 114). Así
que la relación entre el fuego de
San Telmo y el animal carbunclo estaba ya aquí, treinta años antes de que las
Soledades la reformularan mediante
nexo metafórico. La unión de ambos elementos en los dos textos me hace proponer
que, hasta donde sabemos hoy, Pérez de Moya suministró el estímulo para el
pasaje de las Soledades que vamos
revisando. Y su «Algunos […] piensan» contiene, como tenue anuncio, la tradición apócrifa que mienta Góngora.
Y de la que duda. O no.
[1] Cito de mi texto
sobre las Soledades, en B. Díez
Huélamo y G. Garrote Bernal, Obras clave
de la lírica española en lengua castellana, Madrid, Ciclo, 1990, pp.
140-145 (p. 144).
[2] A la que habrían
contribuido los poemas convocados por Arellano (pp.
216-218): además de La Argentina
(1602), de Martín del Barco Centenera, el
soneto «Difinición de amor», de Diego Hurtado de Mendoza (o de Figueroa: cfr. D. Hurtado de Mendoza, Poesía completa, ed. J. I. Díez Fernández, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2007, p. 567), «Amor, lazo en la
arena solapado, / ponzoña que entre miel está escondida, […] / carbunco que
buscándole se encierra, / ¿por qué no cortas de mi vida el hilo?», y el de Francisco
de Figueroa, «Cual carbunco que en noche tenebrosa / paciendo dulces hierbas,
muy seguro, / levanta la pestaña y resplandece / la clara piedra por el aire
obscuro, / mas si la fiera siente alguna cosa, / cerrando su pestaña desparece […]»,
con el desdoblamiento de la fiera y la
piedra, como luego en Góngora, quien
por supuesto pudo haber leído estos poemas.
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