La
figura mexicana del tapado
enlaza —una de muchas veces— el teatro con la política. Examinemos, pues, ese
fructífero cruce que evidencia —otra de tantas ocasiones— el influjo de la
literatura sobre la vida. Partiré del amplio volumen que acabo de leer: Estrategia. Una historia [2013], trad. J. C. Vales, Madrid,
La Esfera de los Libros, 2016. Su autor, Lawrence Freedman, lo inicia con una
cita del boxeador Mike Tyson, «Todo el mundo tiene un plan… hasta que te parten
la cara», y lo termina hablando de literatura. Una cornice de signo dijéramos que escéptico hacia la materia que
aborda.
Tras
considerar que el relato, «como la estrategia, avanza con el conflicto» que
opera en cualquier organización, señala Freedman en su capítulo 38 y final,
«Historias y guiones» (pp. 867-898): «Una vez que las estrategias son
consideradas como relatos, la estrecha relación con el drama se hace evidente»,
según razonan quienes están convencidos de que la estrategia incorpora motivos
de «drama teatral, de novela histórica, de fantasía futurista y de
autobiografía», así como «“papeles” destinados a diferentes personajes» (p.
889).
Ocurre,
sí, que en el drama y en la estrategia «la línea entre la ficción y la no
ficción puede estar difuminada»: partiendo de la realidad, el estratega «debe
imaginar cómo esta podría ir transformándose» y el dramaturgo mostrará «lo que
podría haber ocurrido» (p. 891). Idea esta última de Aristóteles,
quien en su Poética «describía la
trama como una “sucesión de incidentes” que deberían tener una unidad interna»,
por lo que un argumento «contendrá sus propias leyes internas de probabilidad»,
que gobernarán en un plan estratégico el «desafío de elegir o decidir» no «entre
el bien y el mal», sino «entre bienes irreconciliables o dos males» (p. 890).
No pequeño asunto, por cierto, para la reflexión.
Asimismo,
dramaturgo y estratega «deben pensar en sus audiencias», problemáticas en
cuanto «múltiples» (p. 896), pues lo importante es «enganchar» al espectador
(p. 891) o elector. Lo consiguió el político y actor Reagan, «que prácticamente
se modeló conforme al personaje de Jefferson Smith» de la peli de Capra Mr. Smith
Goes to Washington (1939), «e incluso siendo presidente citaba el
diálogo en el que hablaba de luchar por las causas perdidas» (p. 893).
Y precisamente
porque «Una historia que es demasiado inteligente, retorcida, experimental o
extraordinaria puede fallar a la hora de conectar con el oyente» (p. 891), creo
que también logró ese enganche con el auditorio el teatrillo mexicano del
tapado, que de tan reiterado se hizo previsible u ordinario, razón por la cual alcanzó
el éxito de la pervivencia. En efecto, por previsible se convierte un relato en
«convincente» (p. 886). Por eso el dramaturgo (y el estratega político) adaptan
sus creaciones «a los estándares de verosimilitud», otra idea aristotélica:
para «predisponer a la audiencia a una particular y concreta interpretación de
los acontecimientos y a una anticipación de lo que va a acontecer», aunque por
«imperativo narrativo» —que es «la otra cara del “imperativo lógico”»— resaltan
«trucos como el suspense» y resultan tantas «ambigüedades e incertidumbres» —que
ya vimos subrayar al Lope del Arte nuevo
de hacer comedias—, de modo que se consiga «quebrar las expectativas» (p.
887).
Téngase
en cuenta el siguiente aserto de Freedman: «El propósito de una narración
estratégica» «consiste no solo en predecir acontecimientos, sino en convencer a
los demás de que actúen de tal modo que la historia propuesta siga el curso
pretendido» (p. 887). Y aplíquese: el destapado
es la expectativa que se rompe al descubrirse que no es el auténtico candidato
a la Presidencia de la República, sino un recurso para alcanzar el objetivo, esto es, que el
tapado suceda a su creador, el Presidente en ejercicio, que lo escondió mientras
convencía a los demás personajes
(electores incluidos) de que la historia
propuesta era —por convincente— la mejor. La más patriótica, qué sé yo.
Claro
es que el estratega, para quien «todo en su historia es real» (p. 895), no
dispone de la ventaja del dramaturgo, que «fija» él solo «los límites y las
fronteras» de un final forzosamente cerrado. De modo que el político debe
«aceptar» «un final abierto», porque «buena parte de la estrategia trata de
cómo afrontar la siguiente etapa, más que de cómo alcanzar el objetivo último» (p.
897). Vamos, que las elecciones puede ganarlas no el galán, sino el taquillero
o quizá el acomodador.
Que
sí, que el protagonista anda siempre en trance de perder. Un rasgo no secundario de la democracia. Dos «distintos modelos de resolver los
conflictos» fueron elevados por los griegos, esos beneméritos
antepasados nuestros, a «la distinción genérica más importante»: la comedia, que «forja una relación nueva y
positiva entre la sociedad y el protagonista», y la tragedia, en que «el protagonista intenta cambiar el statu quo y sale derrotado». También
aquí la ventaja es para el dramaturgo, que desde el principio sabe en qué
género de obra trabaja. Por el contrario, «el estratega espera que sea una
comedia, pero se arriesga a diseñar una tragedia» (p. 898). Observación de
Freedman que lleva a la consideración de que hay estrategas —políticos o
asesores— que más bien semejan ser malabaristas circenses.
Por
esa costumbre suya de jugar con fuego.
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