Todo estaba conectado, tenía escrito Francesillo en
su Libro de los cascabeles. Cansinas
e inexorables se meneaban las placas tectónicas. Con fuego mineral de volcanes iban alumbrando un paisaje acá, otro acullá. En cada paisaje se
asentaba luego una fichita del Risk
universal: cierta tribu. Que enseguida asociaba su paisajillo de cortos vuelos
con un hecho diferencial. La cosa aquella del sentimiento. Dado que estaba por descubrir
uno sostenible con independencia del estómago, ese garante de las fichitas del
tablero, no quedaba sino prender fogones: la gastronomía propia, considerada en
sí misma un derecho de fundamento histórico arraigado in illo tempore, miles de lunas antes. Así que a los fogones se les
encomendaba la misión de alcanzar la ebullición, o sublimación, del susodicho sentimiento.
Et voilà: se cocía un nacionalismo.
Sí, todo iba cocido, o cosido con los sutiles hilos del efecto mariposa: las
placas tectónicas, manantial ideológico de las gastronomías patrias o nacionalismos.
Un regalo envenenado o cateto del núcleo ardiente de la Madre Tierra.
También
en la zona ibérica del Risk empezaba el
guirigay del paco-esperpento por la geografía, ese caprichito de
las placas, que no sabían estarse
quietas parás, que decimos en los Carabancheles. Lógica consecuencia
resultaba que el hispanista que aspirara a entender algo, debiese entrenar duro
en los recorridos romances del Tour y el Giro. Ya afrontaría después, con
inciertas garantías de éxito, la Vuelta a España. Itinerario, si no laberinto,
que exigía subir montes y despeñarse por ellos, adormilarse recorriendo luengas
llanuras mesetarias, costear costas, aislarse en islas, vadear ríos y gritar en
lindos valles verdes, por ver de que el eco, económico y ecosistémico, hiciera
su poquitín de caso. Un auténtico rompepiernas de espantosa trabajera esto de
la Vuelta. Se explicaba que los cronistas guais de España precisaran doparse
con el sabio polvillo que los siglos seguían atesorando en los legajos de los
archivos parroquiales.
No
menos se entendía que, para gestionar aquel desmadre volcánico con liderazgo fetén
y gobernanza de la buena, los sucesivos inquilinos interinos del Palacio de la
Moncloa fueran aficionados a practicar deportes de riesgo: mens sana in corpore sano. (O asinus,
apostillaba en nota a pie de página, y con la mala leche habitual de los
bufones, Francesillo de Zúñiga.) Había que estar en forma.
Por eso,
Ansar o Aznar había abolido la mariconada aquella de jibarizar arbolillos, que con
tanto mimo oriental había practicado Felipe el Hermoso, su antecesor. Machito
alfa, Aznar o Ansar, según parlara catalán en la intimidad o texano en las ruedas
de prensa, se había tatuado un tic suyo, sucedáneo de sonrisa, en los
abdominales: una chocolatina muscular labrada a base de mucha constancia
ascética, partidillos salvajes de pádel y ejercicio gimnástico entre horas. En
el patio de Moncloa, que nostálgico alucinado creía el de su
cole, ZP se hizo instalar después una cancha de basket —que él todo lo pensaba en inglés—, para saltar y saltar. De
vez en cuando se lesionaba, pero con tanto talante que una noche gótica, tras
espectacular mate, rebotó hasta allá arriba, donde venga de contar nubes el
hombre, y luego hasta el Empíreo del Consejo de Estado: incansable permaneció
allí, votando, botando o botarando. En este progreso ilimitado, o sabia selección
de la especie gubernativa, Mariano resultó el más dotado para liderar. Fue por
su afición al ciclismo, deporte idóneo en lo que atañere a la geografía patria.
Mariano lo practicaba tumbado, en largas tardes de asueto y concienzuda lectura
del Marca, cuyas crónicas subrayaba con
benedictina paciencia de opositor a Registros.
«Los
que por la corte monclovita andan, son pocos y pobres de ánimo, y traen los gaznates
secos de codicia», manuscribía diligente Francesillo de Zúñiga, que enumeraba a
los asesores áulicos: «Carazo, zancajo de cecinada, y el regidor de Segovia,
gusano de seda muerto, y Soria, el secretario, que parece buey aguado». Uno de tales consejeros, empollón que
por haberse graduado en Historia contrajo manía de pasarse las horas muertas en
la Biblioteca del Senado, prestigiosa institución de personas muy leídas, despertó
de su prolongada siesta al Presidente registrador. Le traía buenas nuevas:
— ¡Se
acaban de cumplir cincuenta años del I
have a dream, del doctor King!
Al Presidente
se le figuró un lío aquella jerigonza bárbara del consejero, con tales kines, drimes y diretes. Sus ojos proyectaron, más allá de lo que era habitual, el asombro: «¿Cómo, mire usté?».
— Tengo
un sueño —le versionó el trujimán de guardia.
— Pues
yo no tengo uno, sino mucho —bostezó el Presidente.
— Del
magín he sacado que, aprovechando la oportuna conmemoración, convendría
hilvanar discurso sublime, a largar en el inicio del nuevo curso político, donde
se labrara una frase épica con que Su Presidencia pasara a los anales —sugirió presto
el asesor.
Yes we can o Ich
bin ein Berliner o I like Ike, los
palabros aquellos emanados de las voces celestes y selectas del Imperio
Demoaristocrático, le fueron propuestos como modelos dignos de imitación. A
los anales derecho, Rajoy se desemperezó en prometedor amanecer: «Pero si yo ya
tengo, mire usté, sintagma para la posteridad, consulte el Twitter ese: Fin de la cita. Y si lo que quieren es
internacionaleches d’esas, que me lo pasen al inglés: Fin de la city», repentizó. Dio en pensar el asesor que Rajoy corría
el peligro de que su frase acabara adjudicada a Nerón.
Pero es
que, mientras se gestaba el Gobierno de Coalición Partitocrática, no había más
cera que la que ardía.
Es buenísimo. Genial, certero y muy divertido "kines, drimes y diretes"..., y todo.
ResponderEliminarMuchas gracias. Ayudan los personajes tan ficticios de esta historia.
EliminarOh, I have a nightmare... Y una teoría: si ojeamos los anales con sus documentos fotográficos, hallaremos a más de uno sosteniendo un lagarto detrás de la oreja de cada político del equipo contrario (esto me lo ha sugerido Atxaga). Viva el arte de conducir bicicletas en el verano, dejando que la inercia de la vuelta amodorre al espectador de tal manera que ya solo pueda fijarse en el punto ciego; vivan las autonomías (no las -tuyas ni las -suyas) y sus placas tectónicas, que hacen que la tierra se menee sin que tengamos que hacer "na de na" y, sobre todo, viva el deporte rey: el juego de palabras. Adopto la frase "fin de la city". Es bárbara...
ResponderEliminarLectura atenta (en los dos sentidos de la palabra) la tuya. Agradecido quedo.
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