Me
envía Antonio Prieto, mi querido maestro, su más reciente libro, Penúltimo
cuaderno. Una reivindicación de la cultura humanística (Barcelona,
Ariel, 2013). Luego, en conversación telefónica, me anuncia su próxima novela.
Va a quedar lo de penúltimo muy
dependiente de los cambiantes contextos. Les pasa a las palabras. Rige aquí un
posible sentido de penúltimo el «temor
a caer ya en el lado de allá para comprender mejor a los autores finados con
los que procuré entenderme sin llegar a excesos» (p. 7). Temor que salvó siempre
la aguda mirada de Prieto: «años ha miraba a los alumnos y advertía con
escondido gozo que yo continuaba sin saber contar el tiempo» (p. 70).
Antecede
a cada una de las seis «lecciones de clase» (p. 8) que ordena el libro un introito,
que sugiere la «historia en cuanto acto humano» que hay tras cada capítulo (p.
9). Con la indisciplina que aprendí de la palabra de Prieto, en
las aulas de los 80 y en sus textos, empezaré leyendo por el segundo, «Lección en tiempos de exilio» (pp. 33-70): una «especie de
heterodoxo panorama del Renacimiento» (p. 30) preparado cuando, allá por el 68,
se «pronunciaba el nombre de Daniel Cohn-Bendit como si fuera un héroe del Orlando Furioso de Ariosto» (p. 35), la
policía se aficionó a «la invasión de los centros universitarios» europeos, lo
que Prieto vivió en Pisa y Madrid, y comenzó esa «adicción a formar sonoridades
que, a veces, desprendían cierta cursilería de entre las que surgirían años
después ilusiones políticas como “alianza de civilizaciones”, tan alejada de
una realidad de la historia» (p. 29).
Como
casi todo en nuestro mundo del XXI, la palabra humanismo es decimonónica, por acuñada «a principios del siglo XIX»
(p. 53). Siglo y medio después, «aún no habíamos descubierto la panacea de la
especialización que nos promete un progreso sostenible. Pero corríamos a golpe
de decreto hacia ello»: «En tanto alcanzábamos esa sostenibilidad, ¿qué
hacíamos con Virgilio o Dante?», qué con «tanta civilización heredada por la
que somos distintos de la máquina y la cripta» (pp. 33 y 35). Sucede que,
siendo «superior a la realidad», el hombre «puede alejarse de ella»: «Frente al
engaño y vanidad conductora del político, el arte es, necesariamente, una
acción civilizadora» (p. 38). La propuesta humanista, vamos: «un orden de
democracia aristocrática (sin el que la democracia caía en la ineptitud de la
mayoría o en el dictado de los poderosos)», que postula la «elevación cultural
de receptores» y, «frente a hipócritas renuncias», sabe que el dinero es «elemento
conducente a un bienestar civil, a una civilización superior», la del otium (p. 39). Espacio donde cultivar el
diálogo, ese «fruto de la democracia instaurada en Grecia» que conllevó «la
derrota del lenguaje dogmático» (p. 40). Y lugar para el «cuidador de la
palabra» (p. 45), «hombre de dimensión universal» «sin prurito de bárbara
originalidad» (p. 53); para el optimismo y el vitalismo humanistas que transmiten
su pintura (p. 43), cuya imitatio es un
«medir la armonía» (p. 46), lo que lleva a «una virtud que nos mejoraba
superando la realidad cotidiana» (p. 52). En lo que no dejan de ayudar la
pasión bibliófila y el desarrollo de la imprenta con tipos como (los de) Aldo
Manuzio (p. 63).
«Del
cultivado y poético amor» (pp. 11-27) procede, con mínimos cambios, del
artículo publicado en Myrtia, 24 (2009), pp. 273-283. Rige
aquí uno de los argumentos favoritos de Prieto: la «fe de salvación poética»
(p. 17) de los elegíacos romanos cantando a sus amadas. La postdata es nueva, y
signo de la generosa honestidad intelectual de Prieto, que acepta desdecirse:
Avisado ahora
por la edad, me disgusta dudar si realmente existió una amada única en
Garcilaso, que sería Isabel Freire. O bien si su amor único, extraído de la
conjunción de experiencias personales, sería la aceptación de una idea del amor
canonizada por una tradición clásica que se llamó Cynthia en Propercio, Laura
en Petrarca, Leonor en el divino Herrera e
così via (p. 27).
En
fin, «una larga tradición que se hace novedad cada vez que unos ojos la existen»
(p. 27). Prodigio reiterado en la «Invención sobre la tragicomedia de Calisto y
Melibea» (pp. 73-95), conservada «gracias a los apuntes de clase de una alumna»
y donde practica Prieto uno de sus característicos juegos malabares: comentar La Celestina según las posibilidades ofrecidas
al personaje Calisto, que se escapa del texto original y puede ser escritor o
refundidor, amante o bachiller, anciano o truhán (pp. 74-75). Como si
dijéramos: seis personajes en busca de autor. El extraordinario saber del Prieto
crítico literario se fusiona ahora con el novelista que también es, para dar en
el profesor que aquel curso modificó su lección
porque esa
mañana no tenía ganas de repetir lo que tantos otros ya descubrieron o porque
me sorprendió admirar, contra lo que era conveniente, el rostro de aquella
Melibea de ojos verdes, rasgados y mirada encendida que caminaba a ocupar
asiento en la cuarta fila del aula en la que yo profesaba en mejor tiempo (p. 95).
Este
novelista philologus reaparece en «Historia
y ficción en el mundo narrativo» (pp. 99-149), interrelacionando épocas,
géneros, argumentos de ficción o verosímiles, narradores y personajes: «recalando
a veces en páginas aparentemente diversas» que resaltan el «carácter de permeabilidad de la novela» (p. 117) y
cómo «la materia histórica, por lejana que fuera, actuaba con su verosimilitud
sobre un presente», influyendo sobre la vida, los comportamientos o la
toponimia (p. 116).
Allá
por 1960, cuando «la angosta economía que padecíamos me hacía escribir
artículos como un “negro”», bajo «promesa de guardar eterno silencio de autoría»
(p. 151), Prieto preparó el «Perfil encapotado de Moratín» (pp. 153-187), este «tan
acorazado personaje» Leandro, cobijado bajo la «coraza de su timidez» (pp. 160
y 171), que aquí va siendo descubierto a partir de sus cartas y diario, su obra,
«su titubeante posición ideológica» (p. 175) o aquel convencimiento suyo de que
«los hombres de talento superior, o no se casan, o son malos maridos» (p. 186).
También
apoyado en «los apuntes de clase reunidos por dos alumnos» (p. 8), en «Lope de
Vega» (pp. 189-253) «creía» Prieto «recuperar la voz que dictaba en el aula» y,
más atrás, la representación, un 15 de mayo de 1952, de El caballero de Olmedo por el Teatro de la Facultad de Letras de
Madrid, que él codirigía (pp. 189-190). Ese tiempo que la cultura hace reversible,
de modo que La Dorotea de Lope es,
gracias a Proust, «búsqueda del tiempo perdido» (p. 226). Tal reversibilidad
permite el encuentro con verso con que ya toparon Lope y Cervantes, «Puesto ya
el pie en el estribo» (pp. 190-191 y 240), conectable con el adjetivo penúltimo del título de este libro de
Prieto. Y conjurable, en la página final, con la voz del mismo Lope: «La muerte
para aquél será terrible / con cuya vida acaba su memoria» (p. 253).
Si
no sucede así, algo de seguridad. Saber, quizá, que «nuestro padre es Homero»
(p. 126).
Los que tuvimos la fortuna de asistir a las clases del maestro Antonio Prieto en época remota, aprendíamos que el estudio de la literatura no consiste en aburridos análisis de obras fosilizadas. Nos hizo ver que lo escrito por aquellos poetas de los siglos aúreos seguía vigente y cercano a nosotros y nos mostró que la literatura era vida, sin la cortapisa del tiempo. Creo que Petrarca, tan querido, refleja a nuestro sabio profesor en uno de los sonetos del Canzoniere ( y en toscano, como es de rigor ): "Que' ch'infinita providentia et arte / mostrò nel suo mirabil magistero[... ] vegnendo in terra a 'lluminar le carte / ch'avean molt' anni già celato il vero". Me alegra y me agrada que siga en la brecha, y difundiendo su saber.
ResponderEliminarSí, José María, fue un privilegio asistir a aquellas clases de Prieto.
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