Más fácil resulta creer que dos perros
charlan despaciosamente durante la noche. Bendita noche de perros. Más fácil de
asimilar, digo, que Hugo Chaves se aparezca en modo pájaro cantor, o en forma de
pétreo rostro tallado en el Metro de Caracas. Será porque lo primero lo cuenta
Campuzano, o Cervantes, mientras que quien silba o relata lo otro es Nicolás
Maduro. Que no hay color.
Decíamos, en todo caso, que las cosas
de Maduro y de Campuzano muestran que los límites entre lo ordinario y lo
extraordinario pueden plegarse hacia lo difuso. También, que el alférez
cervantino dio, al menos, en ser autocrítico. Esa debilidad que no pueden
permitirse los sectarios, los dogmáticos, los irracionales.
Tras pegar el salto con su relato perruno —o cínico—
desde los límites estrictos hasta los límites difusos que separan la verdad de
la mentira, el alférez Campuzano cae. Cae en la cuenta de que habría que
controlar tal brinco, arriesgado no más que por las múltiples consecuencias que
comporta. Así que en diálogo despliega cuatro modos de controlar el carácter de
los límites: cuatro redes para un salto que pudiera ser fatal.
Como el primer control estriba en el crédito y la
autoridad concedidos al narrador-razonador, se ejerce no sobre lo que se dice,
sino sobre quién lo dice. Al revelarse como relatores de «disparates» —perros que
hablan, muertos que vuelan, pían o adquieren la mirada total de la patria—, el
alférez o el Presidente de Venezuela pierden por completo su crédito. Sobre lo
que afirman ahora, sí; pero también sobre lo que dijeron antes. A Campuzano se
lo espeta el licenciado Peralta: «hasta aquí estaba en duda si creería o no lo
que de su casamiento me había contado, y esto que ahora me cuenta de que oyó
hablar los perros me ha hecho declarar por la parte de no creerle ninguna cosa».
Vamos, que no cuente más con su voto.
A ver si aprendemos.
El pacto o hipoteca que liga a narrador y auditorio
depende, pues, de que ningún trecho del discurso caiga en disparate, lo que desplaza el control sobre los límites
para la verdad desde el emisor hacia la coherencia interna del mensaje. Si
esta falla, el casamiento entre
Peralta y Campuzano se revela como engañoso,
y el licenciado retira todo el crédito
al narrador. Incluso este, transformado en receptor de su mismidad, puede
despojarse, autocrítico, de auctoritas:
«muchas veces, después que los oí, yo mismo no he querido dar crédito a mí mismo».
Pero reponiéndose, y prácticamente a la desesperada, Campuzano tira de juramento,
ese recurso de última hora que funciona como subtipo de este primer control: «me
atreveré a jurar con juramento que obligue, y aun fuerce, a que lo crea la
misma incredulidad».
Pero debiera ser un mandato ciudadano no resultar demasiado
sectario, o cuando menos confiado, para creer a alguien solo porque almacenase
crédito a granel o porque hubiera jurado decir la verdad. Ojalá la obligación, tras este primer control o
salto con red, fuese la de partida: dudar.
Frente a la secta, el dogma o la irracionalidad, una ética cívica, laica o liberal:
no solicitar de nadie que jure (ni que prometa).
Exclusivamente, que demuestre.
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