Parece, pues, que ante palabras especialmente extrañas, cuya estructura asocia la memoria a ámbitos exóticos y a vegetales, la ilusión lingüística y la imaginación acentúan cierto sentido de motivación del signo. ¿Por qué, con otro caso real, la palabra sarandí, ‘arbusto de la familia de las euforbiáceas, de ramas largas y flexibles’, concitó el acuerdo mayoritario en torno al significado de ‘traje’ o ‘tela’?: 1. Tela plateada / 2. Aparato para medir y cortar telas / 3. Traje usado por las tribus de Mugalia / 4. Antiguamente, judío encargado de cobrar impuestos.
La casuística es abundante: sinamayera, ‘la que vende sinamay y otras telas en Filipinas’ —definición no menos asombrosa que las falsas—, logró un consenso geográfico similar: 1. En Ecuador y Bolivia, criada, cocinera / 2. Mujer de la región norte de Ecuador, dedicada a la pesca de moluscos / 3. Variedad tropical de la remolacha común / 4. En los países tropicales, superficie en barbecho. En torno a velicomen, ‘vaso grande que se usaba en algunos festines de bienvenida’, se produjo una curiosa división de intuiciones. Por un lado, 1. Conjunto de velas correspondientes a la porción media del velamen del velero bergantín / 2. Vela helicoidal de las embarcaciones de competición. Por otro, 3. Sustancia amarillenta que se extrae de ciertas plantas carnosas / 4. Sustancia lechosa que se extrae de las hojas del mango y se usa en la fabricación de emplastos y pomadas.
Esta motivación intuida conduce a acepciones falsas, pero —y eso es lo sorprendente— verosímiles. Llegados a este punto, el juego del diccionario revela asimismo un problema menos lingüístico que filosófico. De los sofistas aprendimos que la verdad es cuestión de retórica: en el ágora, ante los demás, la formulación lingüística elegida por el hablante es decisiva para que lo que éste diga sea aceptado como verdadero o rechazado como falso. De lo indicado por Aristóteles en la Poética, IX, 1451b-1452a, se deduce que una falsedad puede resultar posible (podría haber sucedido), y por tanto será verosímil: «lo posible es convincente»; mientras que algo verdadero, si aparece (se presenta) como imposible, puede entenderse como inverosímil. De manera que —y frente a los sofistas— si la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, el problema entonces es disponer de los mecanismos precisos para analizar las palabras del porquero y de Agamenón.
Todo mensaje está sujeto a una retórica, a un corsé lingüístico y estructural que queda en la memoria. En algunos casos de los expuestos, se manejaban clichés como Árbol de la familia de [...] o Sustancia [+ adjetivo] que se extrae de [...]. Clichés que, como en el ajedrez, son las jugadas iniciales, preestablecidas y sabidas por todos los jugadores: la base del mensaje, a partir de la cual cada vez es más difícil predecir. Además, algunas jugadas no previstas quedan en la memoria de los nuevos jugadores: en otro de los ejemplos, velicomen arrastraba a velero por similitud gráfico-fonética, y esta palabra, a su vez, a bergantín, seguramente porque la memoria (el paradigma, que dirían los saussurianos) de quien redactó esa definición falsa asoció ambas voces, gracias al conocido, archirrecitado y aliterativo «velero bergantín» de Espronceda.
La definición de un diccionario implica siempre una retórica, una combinatoria especial que puede aprenderse. Dominarla supone cobrar ventaja en el juego, pues la retórica lexicográfica hará pasar por verosímiles acepciones completamente falsas. Conocer, por ejemplo, que los diccionarios suelen definir tautológicamente, cerrando «círculos viciosos», o que se rigen por ciertas fórmulas, como «acción y efecto de», según expone y critica María Moliner en el prólogo de su Diccionario de uso del español (1966), ayudará a construir definiciones ficticias que convenzan a los otros jugadores.
Por supuesto, ese saber invitará a evitar tal retórica si el diccionario que se maneja es el de Moliner.
Por supuesto, ese saber invitará a evitar tal retórica si el diccionario que se maneja es el de Moliner.
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