El ámbito mágico de la Nueva España fue nombrado —primera vez— por unos españoles que, ávidos lectores de los libros de caballerías, como múltiples quijotes avant la lettre, buscaban en el Nuevo Mundo la fuente de la inmortalidad y la eterna juventud. Sabían que existía porque así lo habían leído.
Empapado, como tantos europeos, de historias míticas y legendarias, Cristóbal Colón, enseguida Almirante de la Mar Océana (título en sí mismo con su aquel de literario), alzó publicitariamente un silogismo en su Diario para mostrar que no había descubierto otra cosa sino el Edén: «bien dixeron los sacros theólogos y los sabios philósophos que el Paraíso Terreral está en el fin del Oriente, porque es lugar temperadíssimo». De modo que, siendo de tal clima el espacio abierto ante su tripulación el 12 de octubre de 1492, hubo de concluir que «aquellas tierras que agora […] avía descubierto» son «el fin del Oriente» (jueves 21-II-1493). Que su Católica Majestad dedujera… y recompensara en consecuencia.
Habitaba los nuevos territorios, según Colón, «gente que tenía un ojo en la frente» (viernes 23-XII-1492). Y por entre las aguas de sus ríos extraordinarios emergían «serenas» (o sirenas), «no tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara» (miércoles 9-I-1493). Los textos habían inventado unos parajes que Colón, más que descubrir, iba copiando en otro escrito.
Los libros de caballerías, ya digo, influyeron sobremanera en los comportamientos de sus miles de lectores europeos durante el siglo XVI[1]. Conquistadores y colonizadores y cronistas de América, espoleados por sus folios sin fin, llegaban al Nuevo Mundo persiguiendo lo que habían hallado en aquellas fábulas y fantasías: la gloria de los paladines, El Dorado, La Fuente de la Juventud, las amazonas, cien ciudades encantadas…[2]
Ante la prodigiosa México, Bernal Díaz del Castillo apenas pudo balbucir y años después recordar en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España: «nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que se cuentan en el libro de Amadís». El Amadís de Gaula que tanto también inspiró a mi señor don Quijote. Y a otros aventureros, que designaron, con topónimos extraídos de aquellos novelones, los territorios que imponentes se prolongaban ante su vista. En el incitador mapa de Las sergas de Esplandián (1510), una secuela del Amadís, figura la isla California, «repleta de oro y piedras preciosas», que, como «es conocido», se situaba «a mano derecha de las Indias», «muy cerca a esa parte del paraíso terrenal, que está habitada por mujeres negras, sin un solo hombre entre ellas, que viven al estilo de las amazonas».
Un horno de calor que acogía a mujeres solas y riquezas sin cuento. No hacía falta saber más para subirse a un barco. Tirando todo tieso, según se entra en el océano, doblar a mano derecha y bajarse luego… En un plisplás. Eran tiempos en que hasta sobraba el huevo de Colón.
El mundo —dejó dicho José Hierro— «quedaba mutilado cuando moría un español».
[1] M. Menéndez Pelayo, «Cultura literaria de Miguel de Cervantes y elaboración del Quijote» (1905), en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, I, Madrid, 1942.
[2] José Filgueira Valverde, «Influencia de la literatura caballeresca en los conquistadores y en los cronistas de Indias», Enseñanza Media, 37 (1959), pp. 213-226. La de cosas que pudo aprender en su momento un estudiante de Bachillerato, antes del reinado de la Pedagogía… Con el mismo asunto, Mario Hernández Sánchez-Barba, «La influencia de los libros de caballerías sobre el conquistador», Revista de Estudios Americanos, 19 (1960), pp. 235-256.
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